By | 21 décembre 2018

CECIL#4 PDF de l'article

Alberto Pérez Camarma 1
Universidad Autónoma de Madrid
Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE)

Resumen: La década de 1640 fue un periodo en el cual surgieron varios visionarios y falsos profetas que afirmaban tener contacto con Dios y ser los transmisores de sus mensajes a reyes y príncipes. En este contexto, encuadramos los mensajes que la religiosa concepcionista sor María de Ágreda transmitió, por medio del género epistolar, a un atribulado Felipe IV, que tenía ya plena conciencia de que el estado deplorable de sus reinos se debía al castigo de Dios. La religiosa recordó al monarca que Dios le estaba castigando por haber llevado, durante las dos primeras décadas de su reinado, una política de grandeza y reputación. En esta labor, no estuvo sola ya que existieron varios visionarios que compartieron sus planteamientos. Con algunos de ellos, mantuvo una relación fluida. Una investigación detallada permite afirmar que sor María fue la voz de una facción cortesana que instrumentalizó el mensaje divino para instar a Felipe IV a reorientar la política de la Monarquía hispana.
Palabras clave: Castigo divino, clientelas, Juan Chumacero, «los del Tajo», muerte, profecías, reforma moral, siglo XVII, sor María de Ágreda.

Title: The use as a tool of the divine’s message: Sor María de Ágreda and the God’s punishment.
Abstract: The 1640’s decade was a period during which were born many visionaries and fake prophets which used messages to Kings and Princes to say that they had direct contact with God and that they were the courier of God’s. Inside this context, we include the messages that the Concepcionista nun Sor María de Ágreda transmitted, by epistolary genre, to the saddened Felipe IV, who was absolutely convince that the disgraceful situation of his Kingdom was a consequence of the God’s punishment. The nun remembered to the King that God was punishing him because, during his two first decades of his reign, he carried on a policy of grandeur and reputation. She was not alone in this job and many others visionaries shared her planning. With some of them, she kept a fluent relationship. A deeply investigation help to say that Sor Maria was the voice of the courtly group who use as a tool the divine´s message to force to Felipe IV to re-orientate the Spanish Monarchy’s politic.
Keywords: God´s punisment, clients, Juan Chumacero, «los del Tajo», death, prophecy, moral remodeling, XVIIth century, sor María de Ágreda.

Titre: L’instrumentalisation du message divin: sor María de Ágreda el le châtiment de Dieu
Résumé: La décennie 1640 a constitué une période durant laquelle des visionnaires et des faux-prophètes assuraient entrer en contact avec Dieu et être les émetteurs des messages aux rois et princes. Dans ce contexte, les messages de la religieuse Marie d’Ágreda, sœur de l’ordre de l’Immaculée Conception, sont transmis à travers le genre épistolaire, à un Philipe IV troublé, qui était pleinement convaincu que l’état déplorable des royaumes était dû au châtiment de Dieu. La religieuse rappela au souverain que Dieu le punissait d’avoir mené, pendant deux décennies de son règne, une politique de grandeur et réputation. À cet égard, elle n’est pas la seule puisque d’autres visionnaires ont partagé ses approches. Avec certains d’entre eux, elle avait établi des relations étroites. Une analyse détaillée permet d’affirmer que sœur Marie a été la voix d’une faction courtisane qui avait instrumentalisé le message divin pour exhorter Philippe IV à réorienter la politique de la Monarchie hispanique.
Mots-clés: Châtiment divin, clientèle, Juan Chumacero, «los del Tajo», mort, prophétie, réforme morale, XVIIe siècle, sor María de Ágreda.

Pour citer cet article : Pérez Camarma, Alberto, 2018, « La instrumentalización del mensaje divino: sor María de Ágreda y el castigo de Dios », Cahiers d’études des cultures ibériques et latino-américaines – CECIL, no 4, mis en ligne le 26/12/2018, DOI : https://doi.org/10.21409/c4_v2.

Introducción

  1. Durante la primera mitad del siglo XVII, la Monarquía hispana experimentó una profunda transformación. La organización política y la justificación ideológica en las que había basado su existencia en la centuria anterior, cambiaron sustancialmente. La articulación institucional que habían realizado los letrados «castellanos» para gobernar la Monarquía, llegó a su límite a comienzos del Seiscientos, resultando difícil mantenerla. Tanto el sistema de casas reales como la organización de la Corte y de las Cortes virreinales necesitaban una remodelación de acuerdo con la complejidad que había adquirido la Monarquía, a lo que se unieron los problemas económicos ocasionados por las guerras. Pero, además, la justificación ideológica –siempre en relación con la religión cristiana– en que se había fundamentado la Monarquía hispana –que tendió a la Monarchia Universalis– desde los tiempos de Carlos V y Felipe II, había dejado de tener sentido en virtud de los cambios experimentados tanto en la propia Monarquía como en Roma, lo que produjo una nueva articulación del poder en el continente europeo. La Monarquía hispana se convirtió en Monarquía católica. Esta última construcción política emergió durante los reinados de Felipe III (1598-1621) y Felipe IV (1621-1665), como expresaron los numerosos escritos político-religiosos que abogaron por la subordinación de la Monarquía al poder de la Iglesia[2].
  2. Este sistema produjo una confusión o superposición de ideas políticas y religiosas. Algunos eclesiásticos aprovecharon –utilizando su ascendiente de hombres de Iglesia– para ofrecer sus consejos, no solo espirituales sino también políticos, al monarca de manera desinteresada en momentos de dificultad, bajo la presunción y fama de que tenían relación directa con la divinidad[3]. Son numerosos los casos durante los momentos en que la Monarquía atravesaba sus etapas más difíciles. Bajo el ropaje espiritual, se adivinan intereses materiales y de partido que distintos grupos cortesanos defendieron en el gobierno del monarca[4]. En semejante tentación, se vio involucrada también sor María de Ágreda, quien mantuvo una correspondía epistolar muy intensa con Felipe IV[5].

1. Pertenencia de sor María de Ágreda a las clientelas de don Fernando de Borja y don Juan Chumacero

  1. De acuerdo con los principios ideológicos que encerraba el concepto de Monarquía católica, la actuación política del monarca debía estar subordinada a la jurisdicción de la Iglesia y su comportamiento personal había de adecuarse a la ética católica y a los principios establecidos por la divinidad. Resulta comprensible que, en momentos de dificultad, aparecieran religiosos que, bajo la excusa de llevar una vida de santidad y de mantener una relación directa con Dios, se ofrecieran a dar consejos al monarca con el fin de solventar los problemas. Los instrumentos utilizados fueron las profecías y visiones surgidas en el contexto desfavorable que atravesó la Monarquía católica en la década de 1640. La existencia de frailes milagreros y de monjas con fama de visionarias eran los medios más eficaces para hacer llegar el mensaje divino, aunque mediatizado obviamente por los intereses de los grupos de poder de la Corte, a los gobernantes. De acuerdo con este planteamiento, sor María de Ágreda y ciertos personajes como Francisco Monterón y Pedro González Galindo –que formaron parte de las clientelas de don Fernando de Borja y don Juan Chumacero en calidad de directores espirituales– se convirtieron en los «voceros» de Dios ante Felipe IV para lograr la restauración de la Monarquía, una reforma moral de la conducta del monarca y un gobierno justo. Se tratan de las premisas ideológicas que defendieron los miembros del grupo de poder cercano al Papado. Vieron en el mensaje profético, no solo el instrumento para imponer la ideología religiosa que defendían –en la que coincidían con el Papado–, sino también para recuperar su posición socio-política en la Corte, responsabilizando a Olivares y a sus hechuras de ser los verdaderos artífices de la situación caótica de la Monarquía.
  2. Fueron varios los nobles que mostraron su disconformidad con la política de Olivares de las dos primeras décadas del reinado de Felipe IV. Dado el espacio del que dispongo, tan solo nos centraremos en don Fernando de Borja y don Juan Chumacero.
  3. Don Fernando de Borja y Aragón (1583-1665), príncipe consorte de Esquilache, fue el último vástago de don Juan de Borja, hijo pequeño de san Francisco de Borja. Debió su carrera política, en parte, al duque de Lerma. Gracias a su apoyo y al de don Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos, fue nombrado gentilhombre de cámara de la Casa del futuro Felipe IV. Pronto surgieron las disputas entre los miembros del clan Sandoval, que se hicieron más agudas a partir de 1618. La balanza se inclinó hacia los partidarios del duque de Uceda, hijo de Lerma, a los que se unió posteriormente el conde duque. La derrota de Lerma y la llegada al poder de Olivares obligó a don Fernando a abandonar la Corte[6]. Con anterioridad a su regreso a Madrid, para hacerse cargo del puesto de sumiller de corps de la Casa del príncipe Baltasar Carlos de Austria, desempeñó los cargos de virrey de Aragón y Valencia.
  4. Resulta difícil precisar cuándo conoció a sor María. Esta relación pudo comenzar a partir de su nombramiento como virrey de Aragón. La agredana siempre consideró a don Fernando y a su familia bienhechores de la comunidad conventual. Con el paso del tiempo, su relación con este noble se afianzó, considerándole un padre[7]. Como la mayor parte de sus correspondencias epistolares, se han conservado únicamente las cartas escritas por ella –con la excepción notable de las cartas con el rey–. De forma que debemos establecer esta relación a la inversa, habida cuenta de que don Fernando fue copartícipe de su contenido. Las obras del nuevo convento, iniciadas alrededor de 1627, constituyen el origen de esta relación. La comunidad estaba necesitada de ayuda económica para la construcción del cenobio[8]. El destino hizo que don Fernando se interesara por su construcción entregando importantes cantidades de dinero y donativos que le convirtieron, en la práctica, en su patrón. En febrero de 1630, sor María le agradecía los 500 reales que había entregado al convento[9]. Nueve años después, esta relación era aún patente enviando, en esta ocasión, cincuenta escudos[10].
  5. Se ha venido afirmando que la familia Borja fue cercana al Papado durante la Edad Moderna, tanto con los miembros de la Corte papal, como con los sucesivos pontífices. Don Fernando no constituyó una excepción. En el ámbito espiritual es donde mejor se aprecia esta cercanía. Procedía de una familia con unas estrechas vinculaciones con las corrientes espirituales de Italia y con las surgidas en los reinos hispanos. Los diplomáticos de los principados y repúblicas italianas –incluidos los nuncios de Madrid– le consideraron un caballero adornado de virtudes y «amables calidades»[11].
  6. En el caso de don Juan Chumacero y Carrillo y Sotomayor (1580-1660), existe todavía una imagen equivocada. Tildado por el profesor John Elliott como «el severo guardián de la moralidad pública[12]», ha sido considerado, a la par, como un gran letrado y defensor de las regalías de la Monarquía española. En marzo de 1643, tras una exitosa carrera política dentro del organigrama administrativo de la Monarquía, era nombrado presidente del Consejo de Castilla (1643-1648). El regalismo que le ha sido atribuido tuvo su reflejo en 1633. Por entonces, era enviado a la Corte papal para rebajar las tensiones entre Felipe IV y Urbano VIII. El objeto de esta embajada –en la que estuvo acompañado por Domingo Pimentel, obispo de Córdoba e hijo de los condes de Benavente– fue presentar un memorial al pontífice para acabar con los abusos de este en materia fiscal y obtención de rentas.
  7. La relación entre Chumacero y sor María empezó con anterioridad a 1635, año al cual pertenece la primera carta. Solo conocemos las misivas escritas por ella, de forma que debemos establecer nuevamente esta relación a la inversa, puesto que Chumacero fue copartícipe de los temas tratados[13]. En más de una ocasión, sor María le comenta que está necesitada de sus consejos y que le considera un padre. Diego López de Salcedo, cuñado del mismo, actuó de intermediario en esta relación. Sor María le solía pedir que le visitase y le dijese, de su parte, le tenía presente en sus oraciones[14]. A raíz del capítulo general de la orden seráfica, celebrado en Roma en junio de 1639, vuelve a mostrar su afecto a Chumacero, comunicándole que ha pedido al provincial y al custodio de los franciscanos de Castilla que le besen, en su nombre, la mano y «les envidio –concluye la misiva– el que lo pueden hacer porque deseo ver a Vuestra Excelencia en su casa[15]». Las limosnas que Chumacero envió a la comunidad reforzaron su relación con sor María. En enero de 1641, esta le agradece los 300 reales que les había mandado[16]. El listado de donativos continuó en los años siguientes. A comienzos de 1654, las monjas recibían otros 300 reales que destinaron a la fabricación de un sagrario[17].
  8. Los escasos estudios[18] que existen sobre este personaje ignoran el cambio ideológico que experimentó. En el citado epistolario vemos a un Chumacero que parece compartir el sufrimiento de sor María por los padecimientos y calamidades de la Iglesia y de la Monarquía católica. Según Mateo Novoa, Olivares aprovechó la embajada de Chumacero a Roma para alejarle de Madrid[19]. Esta opinión parece cierta porque años después el propio Chumacero participó en la defenestración de aquel. En su primera carta, sor María compara al Papado con una barca rota que no tiene a nadie quien la defienda y proteja de los ataques de sus enemigos:

Las cosas de la Iglesia Santa están en tal estado que, con razón, Vuestra Señoría se lamenta y aflige. Y yo me alegro de que haya quién conozca la soledad de la Iglesia y la acompañe en su llanto. Pobre soy y no puedo sino desear su reparo. Y aunque pobre, pediréselo al Todopoderoso. Tiempo es de que Su Majestad nos mire porque disipan su ley. Vuestra Señoría se lo suplique y que yo no le ofenda[20].

  1. Ciertamente, sor María no estaba descaminada en sus apreciaciones. La política exterior de Olivares era la causante de la crítica situación que estaba atravesando, no solo la Iglesia, sino también la propia Monarquía católica. Junto a su tío, don Baltasar de Zúñiga (1561-1622), fue uno de los promotores de la nueva línea belicista. Críticos con la política del reinado de Felipe III, entendieron que la reputación e influencia de la Monarquía en Europa habían sido removidas desde sus cimientos. Por otro lado, se pensaba que los objetivos de la Monarchia Universalis podrían recuperarse mediante la unión de las dos ramas de la Casa de Austria, dirigiendo este proceso la española. Esta teoría había servido para justificar, mediante la expansión y defensa del catolicismo, la extensión territorial de la Monarquía en América y Extremo Oriente. Olivares concibió a Felipe IV como el heredero natural de la Monarchia Universalis de su abuelo, Felipe II, que consiguió erigirse en protector del catolicismo y, de paso, hacerse con el liderazgo de Europa. El rey planeta daba, por tanto, un giro de ciento ochenta grados implicándose en la Guerra de los Treinta Años y rivalizando con Francia por conseguir –o más bien, recuperar– la hegemonía en Europa.
  2. Las pretensiones de Olivares, como cabía esperar, chocaron frontalmente con las del Papado puesto que suponían una presión fiscal importante sobre el estamento eclesiástico hispano. Al respecto, en abril de 1648, Chumacero elevaba una consulta a Felipe IV donde critica la política de prestigio y grandeza de Olivares:

Poco importa que Vuestra Majestad quiera y mande que se haga justicia, si no quita los impedimentos que la embarazan. No hallo otra causa para que tantos ejércitos, como se han formado en cada año, tantos caballos, tanto dinero, como se ha sacado de la sangre de los pobres, no obren nada. La justicia está postrada porque, sobre el odio general con que la miran, casi todos hoy la persiguen y desprecian […]. La justicia, Señor, ha de ser como la vestidura de Cristo, ni se ha de componer de retazos ni permitir su división[21].

2. Complicidad con el grupo de «los del Tajo[22]»

  1. En el verano y otoño de 1643, mientras Felipe IV permaneció en Zaragoza supervisando el ejército encargado de la recuperación de Cataluña, su confesor, fray Juan de Santo Tomás (1589-1644), congregaba en la ciudad a varios frailes visionarios que afirmaban tener comunicación directa con Dios y ser los transmisores de sus mensajes a los gobernantes. Este dominico, considerado un hombre docto y celoso del servicio de Dios, era hijo de don Pedro Poinsot, un austriaco afincando en la capital portuguesa, que desempeñó el cargo de secretario particular del cardenal archiduque Alberto de Austria, y de doña María Garcés. Con veinte años, ingresaba en la orden de Santo Domingo[23] desarrollando casi toda su carrera académica en Castilla, sobre todo en Alcalá donde obtuvo una cátedra de teología e impartió clases de esta disciplina. Perteneció al círculo político de la reina Isabel de Borbón entre 1642 y 1644 cuyos miembros más destacados –todos ellos enemigos de la política de Olivares– fueron don García de Haro, conde de Castrillo, don Juan Chumacero, fray Juan de Palma, confesor de la reina, y fray Pedro de Tapia. Por mediación de la reina, fue nombrado confesor de Felipe IV, al cual debía acompañar en la jornada de Aragón del verano y otoño de 1643.
  2. En los siguientes términos, Santo Tomás comentaba sus planes a fray Francisco Monterón:

Le persuadí blandamente [a Felipe IV] cómo no deben despreciarse las voces de Dios y lo que, por sus siervos, nos dice. Y que no le engañasen con que la Iglesia y el Concilio dicen que no se admitan revelaciones […]. Que advirtiese que el Concilio no hablaba de revelaciones, sino de nuevos milagros[24].

  1. Aunque sor María no participó de modo directo en esta reunión de falsos profetas, existen indicios de que ella y su confesor, fray Francisco Andrés de la Torre, tuvieron un conocimiento pleno de lo que aconteció. Este franciscano fue requerido por el Santo Oficio para declarar en los procesos inquisitoriales de los visionarios. En julio de 1646, recibía una notificación de este tribunal en la que se le instaba a declarar en sus causas para demostrar que sus revelaciones habían sido ciertas. No en vano, la agredana y su confesor compartieron con dichos visionarios una visión parecida sobre el devenir de la Monarquía católica hasta bien entrada la década siguiente.
  2. El jesuita Pedro González Galindo[25] es uno de los profetas. Mantuvo una relación fluida con sor María que aprobó sus revelaciones[26], aunque esta posteriormente se desdijo como consecuencia del cariz negativo que estaba tomando el asunto de los visionarios de Zaragoza. Don Francisco de Chiriboga[27] había encomendado a González Galindo un año antes –en 1642– la tarea de hacer públicas sus visiones sobre el futuro de la Monarquía[28]. En junio de ese año, este jesuita entregó un memorial a Felipe IV sobre la campaña militar de Cataluña, pronosticándole que sería un fracaso si Olivares le acompañaba. Chiriboga había predicho también la pérdida de Portugal. Una voz santa se lo había comunicado tres años antes de que estallara la sublevación de diciembre de 1640. González Galindo se convertía, así pues, en propagador de sus revelaciones haciendo todo lo posible para que fueran escuchadas por Felipe IV a quien, en última instancia, iban dirigidas.
  3. González Galindo no contaba, sin embargo, con el respaldo de la curia generalicia de los jesuitas. Las críticas efectuadas hacia Francisco Aguado, provincial de Toledo, por haber confesado a Olivares durante más de diez años y el haber sido amonestado por indisciplina, estaban en su contra[29]. Con objeto de solucionar estos problemas, los Generales de la orden le habían desterrado al colegio que la Compañía tenía en Almagro. Su estancia en esta localidad manchega duró poco tiempo ya que don Rodrigo de Silva y Mendoza, duque consorte de Híjar (1600-1664), requirió sus servicios como confesor mientras durase la estancia de Felipe IV en la capital aragonesa. Un año antes, había formado parte del séquito de don Fernando de Borja que también le eligió como director espiritual.
  4. Fray Francisco Monterón[30] es el otro profeta congregado en Zaragoza. Este franciscano oriundo del sur de Italia se había instalado, en enero de 1643, en Madrid ya que don Juan Chumacero le había elegido como director espiritual. Se habían conocido en la Ciudad Eterna a raíz del nombramiento de su penitente como embajador extraordinario ante la Corte papal. Es posible que entablaran contacto en el Palacio del Quirinal, residencia de los romanos pontífices. Monterón solía acudir hasta allí para comunicar sus profecías a Urbano VIII sobre el futuro de la Monarquía católica. Se trató de un sujeto con espíritu profético y «tenuto in particolar veneratione e concetto di tutti[31]». A comienzos de mayo de 1643, se entrevistó con Felipe IV con objeto de comunicarle sus revelaciones:

Le abrió Dios el entendimiento [a Monterón] y le dijo: «Mira de decir a este Rey, entre las demás cosas, de que eche de su lado a éste aquí presente [don Luís de Haro] porque le quiere mucho y hará muchas cosas injustas por su antojo […]». Lo inmenso que Dios estaba ofendido de sus ministros contra la Santa Sede Apostólica y su pontífice con otras personas eclesiásticas. Y que, si no lo remediaba, todo se había de acabar poco a poco […]. Y tantos pechos y gabelas se podían haber excusado con haber gobernado Su Majestad[32].

  1. Sor María fue cercana igualmente a Monterón. Se trata del visionario que recibió el peor castigo. Hasta su fallecimiento, en la década de 1670, estuvo preso en varios conventos que la Orden de San Francisco tenía en el distrito inquisitorial de Toledo. La religiosa se quejó reiteradamente a don Francisco de Borja de la reticencia de Felipe IV a liberarlo. En septiembre de 1656, pidió su excarcelación al monarca. Le comenta que llevaba trece años preso y que, si en la forma se había excedido por completo, tuvo siempre buenas intenciones[33]. Debía ordenar su liberación y permitirle desplazarse hasta Italia para pasar sus últimos años de vida. En la década de 1650, como consecuencia de la radicalización de las profecías de este franciscano, los superiores franciscanos de la provincia de Burgos instaron a sor María a abandonar su correspondencia epistolar con aquel. Si bien obedeció la orden de sus superiores, sabemos que continuó carteándose con él[34]. En enero de 1654, Monterón informaba a la monja que sus cartas le servían de consuelo:

Madre y Señora mía. Sola su memoria de Vuestra Reverencia me absorbe de los dolores tan continuados que padezco en el alma y horrores de la muerte. Qué serán sus cartas […]. Sé que no me cree Vuestra Reverencia cuánta verdad yo digo. No sé de dónde empezar a hablar, a escribir, a entender, la inmensa misericordia divina que ha llovido y llueve sobre su alma[35].

3. Instrumentalización del mensaje divino

  1. Bajo el ropaje de las revelaciones, subyació el deseo del Papado por acabar definitivamente con el proyecto de Monarquía Universal de Olivares. Los miembros del grupo de poder cercano a Roma –entre los que cabe mencionar a don Fernando de Borja y a don Juan Chumacero– fueron los verdaderos artífices de la celebración de esta reunión de falsos profetas. Por su parte, estos visionarios estuvieron próximos también al Papado, defendiendo con ahínco la inmunidad fiscal de la Iglesia. Se trae a colación a Monterón en cuya autobiografía señala que fue una persona estimada y respetada por los cardenales Francesco María Brancaccio y Cesare Facchinetti, «di cui è amicissimo[36]», y por otros prelados de la curia romana.
  2. En la década de 1630, al calor de la Guerra de los Treinta Años y las derrotas militares de la Monarquía católica en Europa, el Papado creó un entramado ideológico con el objetivo de persuadir a Felipe IV, con la complicidad de los nuncios de Madrid, de que su gobierno y él habían perdido el favor divino[37]. Éstos debían ganarse la confianza de los integrantes de la citada facción –descontentos con la política de Olivares– y de fray Juan de Santo Tomás[38]. Este dominico había dado muestras de ser cercano a Roma y analizado los errores de la política del valido, identificando los elementos que habían provocado la ira de Dios[39].
  3. Los profetas eran los enviados de Dios para reparar las injusticias de la tierra. Fueron conocidos con el calificativo de los «médicos del alma» puesto que se encargaron de la salud espiritual de reyes y súbditos. En su tarea de representarles sus obligaciones y exhortarles a cumplirlas, utilizaron una amplia variedad de instrumentos persuasivos, como amenazas y presagios. La comunicación entre los profetas y la Divinidad se establecía a través del sueño[40]. Dios les presentaba una serie de mensajes que les resultaba conocidos. Los visionarios se convertían, así pues, en los mediadores de la reforma moral de la Monarquía.
  4. Pedro González Galindo y Francisco Monterón establecieron en sus profecías una comparación entre el pecado y la enfermedad. Dios era el causante último de los males que azotaban a la Monarquía católica. Consistían en avisos destinados a corregir los pecados y vicios de Felipe IV. La solución a los problemas por los que estaba atravesando la Monarquía durante el decenio de 1640 –para «desenojar a Dios», como se recoge en la documentación de la época– radicaba en la conversión del monarca en una persona virtuosa y piadosa[41]. La curación, reflejada en éxitos políticos y militares, era posible siempre y cuando las costumbres de reyes y súbditos se reformaran. Don Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648) señalaba que los monarcas gobernaban sus reinos por iniciativa de Dios, dependiendo de él todas sus grandezas y aciertos. Si tenían los ojos puestos en el mismo, no podían errar. Recordaba también que san Isidoro de Sevilla pronosticó al reino visigodo que si se apartaba de la verdadera religión sería oprimido. En cambio, si la observaba vería levantada su grandeza sobre los demás estados[42]. Al respecto, el mercedario Gabriel Adarzo de Santander, predicador de la capilla real de Madrid, apuntaba que «más han obrado contra ti [Felipe IV] tus culpas, que el brazo de los enemigos[43]».
  5. Los consejos políticos que sor María dio a Felipe IV se revistieron de consideraciones religiosas, proporcionándole recomendaciones desde una perspectiva espiritual, como hicieron González Galindo y Monterón en sus profecías de 1643. Pidió al monarca que confiara plenamente en Dios y le encaminó a establecer un equilibrio social, a ser justo en la toma de las decisiones políticas más importantes y a efectuar una reforma moral de su conducta. Sus orientaciones religiosas y su apoyo moral ante los reveses políticos y militares de la Monarquía, así como las desgracias personales del monarca, se convirtieron en un valioso instrumento con el que influir en su conciencia más personal. La profesora Manero Sorolla contextualiza la correspondencia epistolar de sor María y Felipe IV dentro de un periodo de grave crisis y exacerbado sobrenaturalismo en el cual la monja emitió avisos para la conservación de la Monarquía y la supervivencia de la familia real[44].
  6. David fue el personaje del Antiguo Testamento más utilizado en su correspondencia epistolar con Felipe IV. Se trató de un rey magnánimo y de grande aliento, rasgos que puso en práctica en sus acciones. En guerras y victorias, no perdió nunca la compostura. Cuando fue reprendido por la Divinidad con derrotas militares, supo llevar el castigo con dignidad y serenidad. La defensa que hizo siempre de Yahveh, añadiéndose su deseo de alcanzar la perfección y por cumplir con los mandamientos de la ley hebrea, condujo a Yahveh a premiarle con victorias militares y una larga prosperidad para su reino. Sor María instó reiteradamente a Felipe IV a convertirse en un nuevo rey David para conseguir la felicidad y tranquilidad de sus reinos[45].
  7. Con González Galindo y Monterón compartió la percepción de que la Monarquía católica estaba siendo castigada por Dios al haber Felipe IV antepuesto los intereses particulares, consistentes en defender la reputación y grandeza de sus reinos, a los de Dios. Pretendieron, de acuerdo con el lenguaje de la época, curar las heridas y sanar el cuerpo político. Felipe IV tenía la obligación de defender la causa de la Iglesia que, en realidad, era la de Dios. Deseaban su conversión personal para recuperar el favor divino para las empresas políticas y militares de la Monarquía. En lo concerniente a los tributos, siguieron el planteamiento de Saavedra Fajardo consistente en que, si se imponían de forma moderada, los vasallos colaborarían encantados. En cambio, cuando eran recaudados violenta y forzosamente, se producían revueltas[46].
  8. El alejamiento de Olivares, considerado el responsable último de la situación catastrófica de la Monarquía, no había producido, en un primer momento, una reorientación de la política[47]. Los miembros de su clientela, cómplices de su forma de gobernar, permanecían en palacio[48] y continuaban abiertos los frentes militares en Europa y en la propia península ibérica. Los profesores Robert A. Stradling y John Elliott han puesto de manifiesto que la defenestración de Olivares no significó la caída en desgracia de sus parientes más cercanos y hechuras –no, al menos, a corto plazo– puesto que lograron conservar parte de su estatus socio-político[49], a diferencia de lo ocurrido a los Sandoval que fueron obligados a abandonar sus cargos en los consejos y servicio palatino cuando murió Felipe III e, incluso, con anterioridad. El nuncio Panzirolo se hacía eco de la situación:

Il popolo di Madrid e tutta questa nobilità, vedendo che tuttavia la Contessa di Olivares continua di stare in palazzo esercitando i suoi officii et vedendo che il Conte Duca sta in Loeches senza allontanarsi maggiormente […]. In maniera che […] si figurano il ritorno del medessimo Conte, se non alla privanza, almeno che assista a i negotii come un’altro consigliere di stato[50].

  1. Entre las hechuras de Olivares, cabe mencionar a don Ramiro Núñez de Guzmán (1600-1668), primer duque de Medina de las Torres, que regresó de Nápoles en 1644. Aunque cesó como virrey un año antes, hubo de permanecer en el reino partenopeo unos meses más debido a cuestiones familiares. Al poco tiempo de llegar a la península ibérica, se presentaron varios cargos contra él. Detrás de esta maniobra, estuvieron Haro, el marqués de Leganés y los condes de Castrillo y Monterrey. Pidieron a Felipe IV que le destituyera de todos sus cargos de la Corte y fuera creada una comisión judicial que investigara su etapa al frente del virreinato napolitano. Don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla –uno de sus enemigos declarados– se había desplazado hasta allí para recoger pruebas incriminatorias. Felipe IV entendió que una restauración inmediata y total de don Ramiro generaría tensiones entre la facción Guzmán y podría resquebrajarse el equilibrio en la Corte[51].
  2. Por su parte, don García de Haro y Avellaneda (1584-1670), segundo conde de Castrillo, tuvo diferencias con su sobrino, don Luís de Haro[52]. Una fuente que proporciona información sobre esta enemistad es la correspondencia epistolar que mantuvo con sor María de Ágreda. A comienzos de septiembre de 1647, informaba a la religiosa de su desengaño con Felipe IV, reconociendo la crueldad de la vida y el pago por haber servido con honestidad y verdad[53]. Sor María entendió su decepción comentándole, al respecto, que «todo es vanidad de vanidades y aflicción de espíritu[54]».
  3. Don Manuel de Zúñiga y Acevedo (1586-1653), sexto conde de Monterrey, y don Diego Mesía Felípez de Guzmán, primer marqués de Leganés, buscaron recuperar el favor de Felipe IV. Monterrey fue desterrado a sus posesiones territoriales de Salamanca durante un año, al término del cual regresó a Madrid. Leganés, que había sido expulsado del ejército de Aragón, desertó también del de Extremadura en marzo de 1646, tardando un año en rehabilitar su nombre. Se presentó en Madrid –instigado por Monterrey– acusando al monarca de que no le había protegido y pidiéndole su reincorporación al ejército de Aragón, del que había sido nombrado capitán general en noviembre de 1641[55].
  4. Sor María y los citados visionarios concibieron a don Luís de Haro como el continuador de la política de Olivares. En su correspondencia epistolar con Chumacero, la agredana emplea una terminología médica para referirse a la posición socio-política de Haro. Ella se autocompara con un «médico» que debe salvar a Felipe IV –«la hermana enferma»– de la influencia de Haro, al que llama la «amiga»[56]. Se queja de que los consejos que proporciona al monarca no surten efecto en su conducta personal. En marzo de 1656, indicaba a Chumacero:

Paréceme bien lo que dice Vuestra Excelencia de que se haga junta de médicos y cirujanos para que miren lo que la conviene para su salud [a la hermana enferma] […]. Dígame Vuestra Excelencia qué médicos le parece y qué cirujanos más cabales en su ciencia, o por qué modo, porque se acierte[57].

  1. Como era de esperar, Felipe IV se quejó de que González Galindo y Monterón le sugerían que apartara de su lado a unas personas en las que nunca había reconocido ambiciones[58]. En cambio, aprobaban a otras en las cuales sí había visto malas costumbres y planes ocultos. Sor María le respondió que tenían razones fundadas «y como tan apriesa no se ven buenos sucesos y aciertos, paréceles que gobierna quien gobernó antes[59]».
  2. Lo cierto es que tanto la monja como González Galindo y Monterón ignoraban que Felipe IV había sufrido un cambio interior. Se trataba de un monarca arrepentido y más espiritual. Tenía intención de rodearse de ministros afectos al Papado, enmendar sus pecados y «servirle [a Dios] y ejecutar su gusto en todo[60]». Aunque la transformación ideológica de la Monarquía comenzó a manifestarse a finales de la década de 1620 –siendo constante hasta el final del reinado–, podemos afirmar que, alrededor de 1643, Felipe IV estaba comprometido con la causa del Papado, habiendo asimilado su espiritualidad radical e ideología religiosa[61]. A partir de ese año, se aprecia un cambio en su conducta personal y política, reforzado por su relación epistolar con sor María. No obstante, el influjo de esta no fue determinante puesto que debe achacarse también a los factores de la edad, las desgracias familiares y las derrotas militares de sus ejércitos en los campos de batalla europeos.
  3. Se comprende, de este modo, por qué González Galindo y Monterón fueron encarcelados y la negativa de Felipe IV a sacar de prisión al segundo. Se sintió engañado, ya que pretendieron conseguir unos fines particulares consistentes en el alejamiento de don Luís de Haro del entorno regio. No sabemos si sor María se adscribió a la corriente de pensamiento que abogaba por la supresión del valimiento o si reivindicó este puesto para don Juan Chumacero, don Fernando de Borja u otro miembro del grupo de poder cercano a Roma. Más bien, pretendió que el monarca gobernara sus reinos de acuerdo con las premisas ideológicas del Papado. En el verano y otoño de 1643, no tenía constancia aún del cambio experimentado por este y, en general, de la transformación ideológica de la Monarquía[62].

4. Enfermedad y muerte del príncipe Baltasar Carlos de Austria

  1. En marzo de 1646, Felipe IV comunicaba a sor María de Ágreda que realizaría un viaje a Aragón y Navarra, en compañía del príncipe Baltasar Carlos de Austria, con objeto de que este fuera jurado heredero por las Cortes de esos reinos[63]. Las expectativas puestas en su hijo, como su sucesor de los reinos hispanos, se desvanecieron a comienzos de octubre de ese año. Por entonces, informaba a la religiosa que el príncipe se encontraba gravemente enfermo, produciéndose su óbito a los pocos días. El 12 de ese mes, sor María daba su pésame y el de la comunidad conventual al monarca. En su misiva, le comenta que Dios –al que define como un padre de misericordia y consolación– buscaba siempre el momento más oportuno y conveniente para sacar a sus criaturas de la tierra y procedía con equidad, justicia, peso y medida «dándonos el menor trabajo porque consigamos el mayor descanso[64]».
  2. El 5 de noviembre, Felipe IV y sor María se vieron por tercera y última vez en el convento agredano[65]. En el transcurso de la entrevista, le relató cómo había transcurrido la enfermedad y muerte de su hijo, encargándole que redactara una relación sobre su deceso[66]. Desde el principio, sor María entendió el fallecimiento del príncipe como un sacrificio que debía hacer el soberano para templar la ira de Dios. Le inculcó la idea de que su muerte se trataba de un castigo divino por la política que había llevado a cabo en las décadas anteriores. A su juicio, el príncipe no había muerto, sino que había abandonado la tierra para velar, desde el cielo, por la conservación y reparo de la Monarquía católica.
  3. Este documento constituye un intento por influir en el ánimo y conciencia de Felipe IV, aprovechando sus desgracias familiares y la coyuntura política de la Monarquía. El objetivo a conseguir era que alejara de su presencia a las hechuras y deudos de Olivares. La monja arremetió contra los ministros que le estaban ayudando a gobernar sus reinos, entre los que cabe mencionar a don Luís de Haro cuya cercanía al monarca empezaba a ser visible tanto dentro como fuera de la Corte[67]. De nuevo, utiliza el mensaje divino instrumentalizándolo a favor de los intereses del grupo de poder cercano a Roma. La pérdida del favor divino no procedía exclusivamente de los pecados y vicios del monarca, sino también de una realidad material, como fue el ataque contra el Papado y el estamento eclesiástico hispano, al que Olivares había sometido a toda clase de impuestos para defender la política de reputación y grandeza de la Monarquía en Europa.
  4. Antes del fallecimiento del príncipe, sor María tenía constancia de los males que azotarían a los reinos hispanos[68]. En sus encuentros con Dios, este le informaba sobre el estado de los mismos y de su enfado porque Felipe IV no hacía nada por enmendar los errores pasados. Presagió un nuevo castigo que, esta vez, recaería en las personas reales. Unos días después, el alma del príncipe se apareció a la agredana. Le informó que no deseaba regresar a la tierra por los engaños y maldades que existían. Sentía compasión por su padre ya que vivía rodeado de falacias, mentiras y traiciones por parte de las personas que le servían. Le impedían relacionarse con los individuos que le profesaban un sincero respeto y que podían ayudarle a desenojar a Dios:

Que ni le dejan ejecutar ni obrar, conforme a la divina luz que recibe, ni recibir lo que el Altísimo quiere darle […]. Y aunque otros le desengañarían, no pueden porque los ha alejado y apartado, por diversos medios, para que no le ayuden con la fidelidad que lo hicieran si fueran buscados, oídos y admitidos […]. Adviértele, pues, alma, con instancia y cuidado, que vuelva sobre sí y se levante y se desahogue, desembarazándose de estas cadenas y buscando, con eficacia, el camino de la luz verdadera, aunque sea a costa de grandes trabajos y sacudiendo de sí a todos[69].

  1. El día de san Andrés, festividad en la que se exponía el Santísimo Sacramento de la Eucaristía en la iglesia del convento de Ágreda, el alma del príncipe le ordenaba que pidiera a Dios por las necesidades de la Iglesia y la Monarquía. Le recordó que se trataba de un instrumento divino para alertar a Felipe IV del peligro en el que vivía.
  2. Sor María no estaba descaminada en sus planteamientos. La muerte del príncipe Baltasar Carlos significó la disolución de su Casa y, por ende, la pérdida de influencia de sus miembros. Se menciona a don Fernando de Borja, que perdió su puesto de sumiller de corps. A mediados de octubre, la religiosa comunicaba su pesar a la condesa de Grajal:

Con razón, me da Vuestra Señoría el pésame del Príncipe porque confieso, de verdad, que en mi vida tuve mayor pena porque miro y peso el castigo y azote, que ha sido grande, para esta Monarquía […]. También he sentido mucho el trabajo del Señor don Fernando y que salga de palacio. Yo deseo vivamente le ocupen en él[70].

  1. De nuevo, la agredana erraba en su percepción. Felipe IV aceptaba con resignación la decisión divina, a pesar de haber perdido a su único hijo varón. Por esas mismas fechas, comentaba al marqués de Leganés que su óbito le había causado un profundo dolor. Confiaba en la voluntad de Dios en que su hijo se encontraría gozando de la gracia divina y, desde el cielo, podía defender a sus reinos, «que también ellos son mis hijos. Y si hemos perdido uno, es menester conservar los demás[71]». Ese mismo año había fallecido su hermana María –a la que, desde la niñez, estaba muy unido–. Comentó a sor María que si no entendiera los mensajes divinos como un medio que aseguraba su salvación eterna, difícilmente hubiera podido soportar las muertes de su esposa, Isabel de Borbón, hijo y hermana[72].

Referencias archivísticas y bibliográficas

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Notas

[1] Es Personal Investigador en Formación del Departamento de Historia Moderna de la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del Instituto Universitario La Corte en Europa (IULCE). Actualmente, se encuentra finalizando sus estudios de doctorado. Este trabajo se ha realizado dentro de los proyectos de investigación ‘El final de la Monarquía Hispana de los Austrias: La reconfiguración de la Monarquía Católica (1640-1700)’ (HAR2012-37308-C05-01) y ‘De reinos a naciones. La transformación del sistema cortesano (siglos XVIII-XIX)’ (HAR2015-68946-C3-1-P), financiados por el Ministerio de Economía y Competitividad de España.

[2] Martínez Millán 2015, pp. 31, 59-60 y 241.

[3] García Hernán 2004, p. 609.

[4] El tribunal del Santo Oficio constituyó no solo un instrumento para perseguir a los descendientes de judíos y musulmanes y a los protestantes, sino también a aquellos individuos que disentían de la ideología religiosa de cada momento. Martínez Millán 2007, p. 52.

[5] Esta correspondencia epistolar se encuentra publicada en Silvela 1885-1886, 2 vols. y Seco Serrano 1958, vols. 108 y 109.

[6] «Hernandillo [don Fernando de Borja] tocará virreinado sin duda ninguna y le volverán su llave porque la pesadumbre no era con él, sino conmigo. Y Dios es tan mal sufrido a veces, que ya le va castigando». Carta de don Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, a don Francisco de Borja, príncipe de Esquilache. Monforte de Lemos, 15 de marzo de 1619. Paz y Meliá 1903, p. 353.

[7] «El papel y el tiempo me parecen cortos para estimar a Vuestra Señoría y al Señor don Fernando el favor que siempre hacen. Y no sé buscar otro refugio y amparo para todos mis cuidados. La verdad es que tengo en lugar de padre a Su Excelencia». Carta de sor María de Ágreda a don Francisco de Borja. Ágreda, 27 de junio de 1648. Baranda Leturio 2013, p. 143. A partir de 1643, sor María envió sus cartas a don Francisco de Borja, que las remitía a su progenitor, don Fernando, para recabar su opinión.

[8] Morte Acín 2010, p. 268.

[9] Carta de sor María de Ágreda a don Fernando de Borja. Ágreda, 11 de febrero de 1630. Baranda Leturio 2013, p. 79.

[10] Carta de sor María de Ágreda a don Fernando de Borja. Ágreda, 18 de septiembre de 1639. Baranda Leturio 2013, p. 88.

[11] Domíngez Ortiz 1992, p. 120.

[12] Cit. en Granda Lorenzo 2013, p. 244.

[13] «Todos los consejos y órdenes que Vuestra Señoría me envió con nuestro padre fray Francisco Andrés cuando estuvo allá y ahora con su sobrino, en orden a lo que he de trabajar en lo común, admito con mucho gusto». Archivo de Madres Concepcionistas de Ágreda (AMMCA), cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 13 de enero de 1646.

[14] Carta de sor María de Ágreda a don Diego López de Salcedo. Ágreda, 16 de febrero de 1646. Campos Ruiz 1969, p. 640.

[15] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 17 de febrero de 1639.

[16] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 19 de enero de 1641.

[17] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 9 de enero de 1654.

[18] Véanse, entro otros, Sigüenza Tarí 1997, p. 25-38.

[19] Novoa 1878, LXIX, pp. 275-276.

[20] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 21 de febrero de 1636.

[21] Archivo Histórico Nacional (AHN), Estado, lib. 864, s.f. Consulta de don Juan Chumacero a Felipe IV. Madrid, 27 de abril de 1648. Cit. en Mazín Gómez 2016, p. 184.

[22] Los visionarios congregados en Zaragoza en 1643 reciben la denominación de «los del Tajo» ya que después de su detención, en 1644, fueron juzgados por las autoridades del tribunal inquisitorial de Toledo. Esta expresión fue empleada por la monja de Ágreda en su correspondencia epistolar con los Borja : «La causa de los del Tajo no está concluida porque al párroco [el confesor de sor María, fray Francisco Andrés de la Torre] del médico [sor María de Ágreda] le han enviado un papel para que deponga en la causa. Y me he alegrado de ver lo que contiene, que es en abono de los sujetos». Carta de sor María de Ágreda a don Francisco de Borja. Ágreda, 23 de julio de 1646. Baranda Leturio 2013, p. 108.

[23] Filippini 2006, pp. 1-2.

[24] Biblioteca Nacional de España (BNE), ms. 7007, f. 41v. Carta de fray Juan de Santo Tomás a fray Francisco Monterón. Zaragoza, 24 de octubre de 1643.

[25] Ingresó en la Compañía de Jesús en 1604 y fue profesor de teología en los Colegios de Alcalá de Henares, Toledo y Madrid. Simón Díaz 1975, p. 74.

[26] «Pésame mucho de la detención de los del Tajo». Carta de sor María de Ágreda a don Francisco de Borja. Ágreda, 19 de julio de 1646. Baranda Leturio 2013, p. 107.

[27] Para este personaje, Morte Acín 2005, pp. 342-343.

[28] AHN, Inquisición, leg. 4436, exp. 16, f. 2v. Carta del jesuita Jerónimo de Guevara al Consejo de la Inquisición. Madrid, 10 de agosto de 1644.

[29] BNE, ms. 4015, ff. 27r-27v. Carta de un padre jesuita a otro padre jesuita. Madrid, 27 de diciembre de 1643.

[30] Cueto Ruiz 1994, pp. 121-135.

[31] Archivio Segreto Vaticano (ASV), Segreteria di Stato Spagna, lib. 149, f. 537r. Carta del nuncio apostólico Savo Mellini al cardenal Alderano Cibò, secretario de estado pontificio. Madrid, 1675.

[32] BNE, ms. 7007, f. 33r.

[33] Carta de sor María de Ágreda a Felipe IV. Ágreda, 22 de septiembre de 1656. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 63.

[34] «Obedeceré y dejaré la correspondencia del del Tajo […]. Él me mata y dice que tengo crueldad y que le dejo morir sin consolarle […]. Y tiene Vuestra Señoría razón que, si lo supiesen los prelados, lo sentirían». Carta de sor María de Ágreda a don Francisco de Borja. Ágreda, 14 de enero de 1651. Baranda Leturio 2013, p. 175.

[35] AMMCA, cód. 1.6.4., caj. 76, carp. 9, s.f. Carta de fray Francisco Monterón a sor María de Ágreda. Toledo, 27 de enero de 1654.

[36] ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 149, f. 537v. Carta del nuncio apostólico Savo Mellini al cardenal Alderano Cibò, secretario de estado pontificio. Madrid, 1675.

[37] Negredo del Cerro 2016, 42, 129.

[38] «Mi consolo del zelo che Vostra Signoria riferisce del Padre fra Giovanni da S. Tomaso, confessore o sostituto de confessore vecchio [fray Antonio de Sotomayor] di Sua Maestà, e che Vostra Signoria tenga con lui buona corrispondenza». ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 85, f. 245v. Carta del cardenal Francesco Barberini, secretario de estado pontificio, al nuncio apostólico Gian Giacomo Panzirolo. Roma, 6 de junio de 1643.

[39] Cueto Ruiz 1995, p. 265.

[40] Avilés Fernández 1981, p. 45.

[41] Nieremberg 1643, pp. 1-2.

[42] Saavedra Fajardo 1640, pp. 165-166, Empresa XXIV.

[43] Adarzo de Santander 1646, f. 15r.

[44] Manero Sorolla 1999, p. 120.

[45] Carta de sor María de Ágreda a Felipe IV. Ágreda, 25 de octubre de 1647. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 126.

[46] Saavedra Fajardo 1640, p. 507 y ss. Empresa LXVII.

[47] El nuncio Panzirolo era de la misma opinión, informando a la secretaria vaticana que «si vede che Sua Maestà et suoi ministri continuano tuttavia nelle massime antiche intorno alla poca inclinatione alla Santa Sede». ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 87, f. 17r. Carta del nuncio apostólico Gian Giacomo Panzirolo al cardenal Francesco Barberini, secretario de estado pontificio. Madrid, 9 de septiembre de 1643.

[48] Don Jerónimo de Villanueva constituye una excepción.

[49] Stradling 1989, pp. 356-357; Elliott 1990, p. 632.

[50] ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 85, f. 232v. Carta de nuncio apostólico Gian Giacomo Panzirolo al cardenal Francesco Barberini, secretario de estado pontificio. Madrid, 13 de mayo de 1643.

[51] Stradling 1989, pp. 361-366.

[52] Ibid., pp. 358-361.

[53] Fernández Gracia 2002, p. 140.

[54] Archivo Condes de Orgaz (ACO), leg. XIV, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don García de Haro y Avellaneda, conde de Castrillo. Ágreda, 28 de diciembre de 1646.

[55] Stradling 1989, pp. 367-368.

[56] Se trata del lenguaje encubierto que sor María empleó, en su epistolario con Chumacero, para referirse a la posición socio-política de Haro.

[57] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carps. 52 y 53, s.f. Carta de sor María de Ágreda a don Juan Chumacero. Ágreda, 3 de marzo de 1656.

[58] En relación a Haro, Felipe IV comentó a sor María que, desde la niñez, se habían criado juntos y que no había reconocido en él malas costumbres. Carta de Felipe IV a sor María de Ágreda. Madrid, 30 de enero de 1647. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 91.

[59] Carta de sor María de Ágreda a Felipe IV. Ágreda, 13 de octubre de 1643. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 6.

[60] BNE, ms. 13163, f. 158v. Carta de Felipe IV a fray Francisco Monterón. Zaragoza, 23 de septiembre de 1643.

[61] «Estamos haciendo todo lo humanamente posible para defendernos. Pero, al mismo tiempo, tenemos que convencer a Dios de que somos dignos de su favor. En particular, es menester que hagamos una gran enmienda de todo lo que ofenda su vista». Carta de Felipe IV a don Juan Chumacero. Madrid, 18 de mayo de 1643. Stradling, 1989, 384.

[62] Para la transformación ideológica de la Monarquía católica durante el siglo XVII, véanse los trabajos del profesor José Martínez Millán. Entre otros, Martínez Millán 2015, 31, 59-60, pp. 215-250.

[63] Carta de Felipe IV a sor María de Ágreda. Madrid, 7 de marzo de 1646. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 52.

[64] Carta de sor María de Ágreda a Felipe IV. Ágreda, 12 de octubre de 1646. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 83.

[65] La primera visita de Felipe IV al convento de Ágreda tuvo lugar en julio de 1643, mientras que la segunda en la primavera de 1646.

[66] Este documento se encuentra publicado en Seco Serrano 1958, vol. 109, pp. 259-265.

[67] Alonso de la Higuera, 2013, p. 594.

[68] Al respecto, se mencionan las revelaciones del alma de la difunta Isabel de Borbón, primera esposa de Felipe IV, a sor María. Seco Serrano 1958, vol. 109, pp. 256-258.

[69] Seco Serrano 1958, vol. 109, p. 264.

[70] AMMCA, cód. 1.6.5.2., caj. 24, carp. 82, s.f. Carta de sor María de Ágreda a doña Juana de Borja y Henin, condesa de Grajal. Ágreda, 20 de octubre de 1646.

[71] ASV, Segreteria di Stato Spagna, lib. 96, f. 769r. Carta de Felipe IV a don Diego Mesía Felípez de Guzmán, marqués de Leganés. Zaragoza, 9 de octubre de 1646.

[72] Carta de Felipe IV a sor María de Ágreda. Zaragoza, 17 de junio de 1646. Seco Serrano 1958, vol. 108, p. 64.