By | 30 juin 2019

CECIL#5 PDF de l'article

Daniel Avechuco Cabrera [1]
Universidad de Sonora – México

Resumen: En la cultura mexicana, Juan Rulfo es el paradigma del escritor cuya vida personal ha propiciado tantos comentarios como su obra; para algunos críticos, de hecho, las claves para descifrar el misterio de su literatura hay que buscarlas en su desgraciada vida. Lecturas románticas como estas han contribuido a convertir a Rulfo en un emisario de la «esencia» del mexicano y a invisibilizar, por consecuencia, el complejo proceso de creación que encierran El Llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). Una de las facetas de este proceso es el diálogo que el jalisciense estableció con la literatura extranjera, como la de William Faulkner y Erskine Caldwell, cuya obra llevó a Juan Rulfo a modificar el rumbo de las representaciones de la otredad campesina, tradicionalmente considerada el epítome de la mexicanidad.
Palabras clave: identidad mexicana, Juan Rulfo, narrativa mexicana, William Faulkner, Erskine Caldwell, narrativa estadounidense, otredad.

Titre : Des paysans qui lisent Faulkner: Juan Rulfo, l’identité mexicaine et le Southern Gothic
Résumé : Dans la culture mexicaine, Juan Rulfo est le modèle de l’écrivain dont la vie personnelle a suscité autant de commentaires que son œuvre ; pour certains critiques, les clés pour déchiffrer le mystère de sa littérature doivent être cherchées dans sa vie malheureuse. Des lectures romantiques comme celle-ci ont contribué à faire de Rulfo un émissaire de l’« essence » de l’homme mexicain et à rendre invisible, par conséquent, le complexe processus de création de El Llano en llamas (1953) et Pedro Páramo (1955). L’une des facettes de ce processus est le dialogue que l’écrivain de Jalisco a établi avec la littérature de certains auteurs étrangers, comme William Faulkner et Erskine Caldwell, dont le travail a amené Juan Rulfo à modifier l’orientation des représentations de l’altérité paysanne, traditionnellement considérée comme la quintessence de la mexicanité.
Mots-clés : identité mexicaine, Juan Rulfo, littérature mexicaine, William Faulkner, Erskine Caldwell, littérature américaine, altérité.

Title: Peasants who read Faulkner: Juan Rulfo, the Mexican identity and the southern gothic
Abstract: In Mexican culture, Juan Rulfo is the paradigm of the writer whose personal life has provoked as many comments as his work; for some critics, in fact, the keys to decipher the mystery of his literature must be sought in his unfortunate life. Romantic readings like these have contributed to turn Rulfo into an emissary of the «essence» of the Mexican and, consequently, to the invisibilization of the complex creation process involved in El Llano en llamas (1953) and Pedro Páramo (1955). One of the facets of this process is the dialogue that the writer from Jalisco established with the literature of foreign authors, such as William Faulkner and Erskine Caldwell, whose work led Juan Rulfo to modify the direction of the representations of the peasant otherness, traditionally considered the epitome of Mexicanness.
Keywords: Mexican identity, Juan Rulfo, Mexican narrative, William Faulkner, Erskine Caldwell, American narrative, otherness.

Pour citer cet article : Avechuco Cabrera, Daniel, 2019, « Campesinos que leen a Faulkner: Juan Rulfo, la identidad mexicana y el gótico sureño », Dossier thématique : Voix et identités d’ici et d’ailleurs dans la littérature mexicaine contemporaine, coord. par Véronique Pitois Pallares, Cahiers d’études des cultures ibériques et latino-américaines – CECIL, no 5, <https://cecil-univ.eu/C5_2>, mis en ligne le 30/06/2019, consulté le jj/mm/aaaa.

1. Introducción: el emisario taciturno de la mexicanidad

  1. La gran cadena de la tradición cultural mexicana está unida por eslabones como José Guadalupe Posada, Mariano Azuela, Diego Rivera, Juan Rulfo, Octavio Paz, Carlos Fuentes, Pedro Infante, María Félix y Cantinflas, por mencionar solo algunas de las figuras más fulgurantes. Todos son artistas mayúsculos, evidentemente, pero no es el talento –o no únicamente el talento, para ser exacto– lo que los ha elevado a la cumbre, sino el hecho de que son considerados descubridores, emisarios o intérpretes de la identidad mexicana. Esto explica que algunos de ellos posean una popularidad y un prestigio de tal dimensión, que parecen figuras sagradas. Esta reputación hagiográfica tiene consecuencias diversas. Por un lado, esos artistas tienden a gozar de una gran difusión y por ende le dan presencia, porte y definición a la cultura mexicana. Pero por otro, sus obras a menudo se vuelven intocables y sus sentidos, por ello, necesariamente se petrifican, por no hablar de cuando el cuadro, la película o el libro quedan a la sombra del artista en tanto figura pública.
  2. De todos los casos mencionados, el de Juan Rulfo es particularmente significativo en tanto que logró posicionarse en lo más alto con apenas dos obras. Desde un principio, Rulfo no solo fue aplaudido por su diestro manejo del lenguaje y su capacidad de observación, sino también por poner esas virtudes al servicio de la melancólica, circunspecta y evasiva figura del campesino, representante por antonomasia de lo mexicano. De entre los muchos críticos, artistas y periodistas que tocaron el tema[2], quiero destacar a Juan Villoro y Carlos Fuentes. El primero sostuvo en su momento «que la inmersión en nuestra alma toca fondo en las dos obras de Juan Rulfo, en donde los deseos y los terrores colectivos, ocultos e inconscientes, acceden por fin al lenguaje[3]»; el autor de Aura, por su parte, dijo que mediante el escritor jalisciense se accede a «la sangre […] que se agita en el ser de México[4]». Como se puede ver, ambas personalidades presuponen que existe una esencia mexicana, cuyo hallazgo y revelación requiere de artistas que, como Juan Rulfo, posean talento y sensibilidad para captar las vibraciones de la tierra.
  3. La valoración de la obra rulfiana en los términos expuestos en el párrafo anterior está condicionada por el material tratado, cierto, pero también por la figura autoral, que con frecuencia ha sido percibida como un vástago del campo. Un caso paradigmático de esta tendencia es Juan Rulfo: realidad y mito de la Revolución mexicana, el conocido estudio de Silvia Lorente-Murphy en el que establece vínculos entre la obra de Rulfo y la Revolución mexicana. Basta el siguiente fragmento para dejar clara su premisa:

La Revolución y sus consecuencias, adversas para los revolucionarios, para sus familiares y sus descendientes, aparecen en la obra de Rulfo […] más sentidas y experimentadas, más sufridas y toleradas que discutidas, analizadas y teorizadas. Rulfo no ha necesitado «acercarse» al tema; Rulfo es parte del tema mismo, y su obra no hace más que reflejar esa identificación[5].

  1. Rulfo es parte del tema, apunta la estudiosa española, lo que es otra forma de decir que la experiencia trágica del campo mexicano y la vida del autor de Pedro Páramo están unidas por la consustancialidad. La lectura de Lorente-Morphy, de este modo, intenta descifrar algunas de las claves del universo narrativo rulfiano apelando, antes que a los textos mismos, a la leyenda del escritor, tendencia de la crítica que Françoise Perus reprueba lúcidamente en la excelente introducción que escribió para la nueva versión de la edición Cátedra de El Llano en llamas[6], del 2016.
  2. Cabe aclarar que a la mitificación de Juan Rulfo contribuyó, y decisivamente, él mismo. Consciente de lo que significaba como figura pública, ensalzó su efigie cultivando una extrema modestia y una sencillez a veces caricaturescas. Estas actitudes solían relucir, sobre todo, cuando le preguntaban sobre el origen de sus obras. A menudo ponía en un sitio secundario el procedimiento estrictamente literario para hablar, en su lugar, de aspectos autobiográficos o semiautobiográficos. Recordemos, por ejemplo, la conferencia que dictó en la Universidad Central de Venezuela en los años setenta, durante la cual entretuvo al público platicándole cómo supuestamente habían surgido sus relatos:

Yo tenía un tío que se llamaba Celerino. Un borracho. Y siempre que íbamos del pueblo a su casa o de su casa al rancho que tenía él, me iba platicando historias. Y no sólo iba a titular los cuentos de El Llano en llamas como los Cuentos del tío Celerino, sino que dejé de escribir el día que se murió[7].

  1. La serpiente se muerde la cola: los cuentos de El Llano en llamas brotaron de la voz de quien tiene todas las características de un personaje de El Llano en llamas. Con declaraciones de esta índole, Rulfo conseguía eludir el siempre complicado tema de la génesis artística. A menudo eran mentiras burdas, fabricadas solo para la ocasión, como él mismo llegó a declarar: «Inventé que un señor era el que me contaba a mí los cuentos y que este personaje había muerto y que, desde entonces, yo no había vuelto a escribir cuentos porque no tenía quién me los contara[8]».
  2. Otra de las varias estrategias de autofiguración de Juan Rulfo fue el rechazo del papel de intelectual: además de que pocas veces se pronunció social o políticamente de una forma explícita, siempre priorizó el discurso concreto, fundamentado en anécdotas y recuerdos, nunca en una retórica elaborada y abstracta. Estas maniobras le sirvieron para acentuar la modestia y la sencillez:

claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que les estoy hablando en forma muy elemental, porque, en realidad, yo soy muy elemental, porque yo les tengo mucho miedo a los intelectuales, por eso trato de evitarlos; cuando veo a un intelectual, le saco la vuelta[9].

  1. Al desintelectualizarse, Juan Rulfo refuerza la idea de que su arte literario es espontáneo, natural, orgánico, lo que necesariamente deriva en el relegamiento del arduo proceso de composición literaria, que de espontaneidad tiene muy poco.
  2. En resumen, si además de consagrarse al orbe campesino, Juan Rulfo se concibe y es concebido como un escritor en el cual prevalecen la sensibilidad, la intuición, el contacto con la tierra y la memoria familiar por encima de la técnica literaria, la depuración del lenguaje y el aprovechamiento y racionalización de los referentes culturales –mexicanos y no mexicanos–, el mito se consolida, con los perjuicios que ello implica[10]. La mitificación da realce, y eso trae algunos beneficios, pero al mismo tiempo echa una densa bruma no solo sobre la figura autoral, sino también sobre la obra misma, cuyas particularidades pueden ser invisibles para la lente de las lecturas canónicas, es decir, las lecturas que hacen de Juan Rulfo el Hermes taciturno de la mexicanidad.
  3. Una de esas particularidades de la obra rulfiana son sus vínculos con tradiciones literarias no mexicanas, como la estadounidense, específicamente la del sur. Es cierto que la crítica señaló desde el principio la deuda que Juan Rulfo tenía, sobre todo, con William Faulkner, pero esta deuda casi siempre se redujo a un magisterio de técnicas literarias: el intuitivo y provinciano escritor jalisciense debía mamar de la vanguardia anglosajona para elevar los problemas de su triste región a la cima universal. Como trataré de explicar en el siguiente apartado, Rulfo aprende de Faulkner –y de otros escritores sureños– no solo formas de encuadrar la voz y la perspectiva narrativas y de perturbar la lógica del tiempo y el espacio, sino también modos de representación del Otro: el campesino rulfiano, por un lado, y el negro y el white trash de Faulkner, por otro, parecen esculpidos a partir de un lenguaje y una mirada tendientes a anular o atenuar la exotización. Esta premisa, evidentemente, pone en duda la mexicanidad del campesino de Juan Rulfo, a excepción de la indumentaria y los nombres propios, pero a la vez sirve de pretexto para profundizar en la red de referencias culturales del escritor jalisciense[11].

2. Sangre en los bajos de Jalisco, sangre en el Mississippi

  1. Si hacemos un análisis cuidadoso de las técnicas empleadas por Juan Rulfo y William Faulkner, no tardaremos en objetar la premisa según la cual el segundo proveyó al primero del arsenal narrativo necesario para dotar de forma literaria al rico y muy complejo universo campesino de la región jalisciense. Rulfo prioriza los narradores en primera persona y por consecuencia propende a adoptar el monólogo, el monodiálogo y el soliloquio como modalidades discursivas, proclividad manifestada con maestría en «Macario», «Luvina» y «Acuérdate», por ejemplo. Y cuando el relato es articulado por una voz extradiegética, como en «No oyes ladrar los perros» o la primera parte de «El hombre», esta suele expresarse mediante un estilo semejante al de los narradores que forman parte de la diégesis. Tales decisiones composicionales dan origen a la sencillez como una de las señas de identidad de la prosa rulfiana, una sencillez, claro, que encubre un laborioso trabajo con la palabra. Por el contrario, en Faulkner prevalecen las narraciones en tercera persona, nutridas de una prosa pletórica de subordinadas y compuestas de párrafos interminables. Donde sí coinciden es en la querencia por la dislocación de los parámetros racionales con que se percibe y experimenta el tiempo y el espacio, pero esta inclinación se concreta formalmente de modos muy distintos.
  2. Desde luego no niego que las técnicas narrativas faulknerianas –junto con las de otros escritores de la vanguardia anglosajona, como James Joyce y Virginia Woolf– hayan resultado determinantes para la renovación de las letras latinoamericanas, pero me parece que es posible encontrar zonas de contacto entre William Faulkner y Juan Rulfo más allá del renglón formal. Como señalé en el apartado anterior, el autor de Pedro Páramo muy posiblemente asimiló del novelista sureño formas de presentar al Otro, formas en las que la intromisión del artista aparentemente se suspende y gracias a las cuales, por lo tanto, la realidad del universo campesino queda más expuesta. Ahora bien, cabe la posibilidad de que esos modos de representación Rulfo los haya aprendido no solamente de Faulkner, sino también de otros narradores sureños: Françoise Perus comenta que el escritor sayulense, por ejemplo, tenía toda la narrativa de Erskine Caldwell[12], conocido sobre todo por las novelas El camino del tabaco (Tabacco Road, de 1932) y La parcela de Dios (God’s Little Acre, de 1933). Erskine Caldwell se caracterizaba por un notorio conservadurismo formal, a diferencia de su compatriota, pero también por su enorme osadía a la hora de exhibir la crudeza las regiones marginales del sur, lo que de hecho le acarreó censura. Así, en calidad de inauguradores de un encuadre no romántico del sur profundo, Caldwell y Faulkner quizás le mostraron a Rulfo el camino para componer un campesino casi totalmente desprovisto del recubrimiento folclórico colorista y del paternalismo imperantes en la literatura de la primera mitad del siglo XX.
  3. Si bien algunos consideraron que El Llano en llamas no hacía otra cosa que darle continuidad al drama campesino, pronto surgieron las voces que destacaron la visión moderna de Rulfo, como la de Francisco Zendejas:

Este es el primer caso literario en que leemos de los campesinos mexicanos sin recibir acerca de ellos una admonición: sin esperar que sean las palomas blancas que describen lo mismo escritores de izquierda que de derecha. Es el primer caso en que, frente al hombre del campo, un escritor no se hinca a rezar ni exige inmediatamente una revolución social[13].

  1. Con su primer libro, pues, Juan Rulfo no solamente contribuyó a modificar –junto con José Revueltas y Agustín Yáñez– el rumbo de las representaciones de la otredad campesina, sino que también matizó el rol que usualmente adoptaban los artistas con respecto a los problemas del campo.
  2. No obstante, hubo naturales resistencias a la nueva forma de tallar la figura de los campesinos. Incomodaron, sobre todo, los primeros planos de la violencia y el lenguaje no edulcorado para expresarla. En una reseña de 1958 sobre El Llano en llamas, por ejemplo, Alberto Valenzuela se lamentaba de que el joven Rulfo malgastara su talento en historias escabrosas:

Pero es bien de dolerse que un hombre tan finamente dotado y tan fiel receptor de las vibraciones telúricas (conoce evidentemente el terruño) no haya sabido captar sino la onda roja. Y es una verdadera desgracia que escriba bien mientras se dedique a esa literatura depresiva, sin Dios, sin alegría, sin aire respirable[14].

  1. Antes de ser reconocidos cabalmente por la crítica, William Faulkner y Erskine Caldwell habían recibido reproches del mismo tenor:

In a 1935 Saturday Review article, Glasgow criticizes the writings of Faulkner and Caldwell as irresponsible, crude, childishly morbid, and akin to fairy tales. For her, such writing blurs boundaries and is a betrayal of both the realist tradition and the traditional Gothic[15].

  1. Nótese cómo el desgarro de la tradición se tradujo en reparos muy similares para ambas literaturas: incordió no el atrevimiento formal, avalado ya por la crítica europea de principios de siglo, sino la transgresión de una imagen conservadora de los márgenes de ambas naciones. De la obra de Juan Rulfo disgustó no tanto la obsesión por las estampas violentas como la ausencia de una voz autoral que las justificara política y socialmente, según la costumbre de la narrativa previa e incluso contemporánea. A Faulkner y Caldwell las recriminaciones les llegaron sobre todo del norte[16], donde se esperaba de la literatura sureña más compromiso social y menos cuadros de linchamientos e incestos, pues lo grotesco se correspondía con las expresiones populares, por lo tanto no del todo artísticas.
  2. Sin embargo, los especialistas de ambos países pronto empezaron a considerar los detallados cuadros de sangre como una forma oblicua de crítica social: la violencia y otras formas de caos, dijeron, constituyen el testimonio de un Estado fallido y de una sociedad fracturada. En el caso de Juan Rulfo, las interpretaciones sociopolíticas se entreveraron con los acercamientos biografistas, como se advierte en las palabras de Arturo Souto Alabarce:

Es cierto que se mata demasiada gente en sus cuentos; es cierto que nos presenta un México terrible; es cierto que a veces ahoga el polvo y la tristeza que emanan de sus descripciones; pero, ¿y si fuera verdad? ¿No será ese el campo que ha visto el joven escritor[17]?

  1. La tragedia que rodea la vida de Juan Rulfo[18] sirvió de salvoconducto para asimilar dos libros colmados de rifles, machetes y charcos de sangre y dotar a tanta furia sorda de cierto compromiso: el tremendismo rulfiano, se dedujo, «no busca lo tremendo por lo tremendo[19]», sino la sensibilización o el despertar del lector.
  2. Las obras de William Faulkner y Erskine Caldwell pasaron por un proceso bastante similar. La sordidez de sus textos comenzó a ser interpretada como la secuela lógica de los rencores y la rotura social que dejó la Guerra civil y de la profunda pobreza que trajo la Gran depresión. Aunado a esto, algunas de las voces del nuevo gótico sureño dieron un paso al frente, en reacción a las críticas que procedían del sofisticado norte, para legitimar cuanto estaban escribiendo. Nosotros, dijo en su momento Erskine Caldwell, solo recogemos lo que nos cuenta la gente y lo transmitimos con un revestimiento estético: «I represent the people. I’m just like a congressman asking for a WPA appropriation. I am citing facts, telling what there is, what exists, what these people are facing[20]».
  3. Como se advierte, Juan Rulfo, William Faulkner y Erskine Caldwell –si bien este último caso fue mucho más tardío– pasaron pronto de ser exhibidores de la sordidez de los márgenes de sus respectivos países a desempeñarse como portavoces literarios de su nación o territorio, pero ya no en tanto constructores, función que cumplieron los novelistas de las respectivas generaciones anteriores, sino como críticos de los males sociales y de la incapacidad del Estado para ponerles remedio. Es cierto que no se puede negar que los cuadros bestiales a los que la obra de los tres escritores da cabida obsesivamente constituyen una forma indirecta de manifestar compromiso social y conciencia crítica; en el caso de Rulfo, además, tampoco se puede descartar la inclemente realidad autoral como condicionante. Sin embargo, me parece que este marco interpretativo no explica del todo la insistencia por las imágenes cruentas ni varios de sus matices, como veremos en el siguiente apartado.

3. La violencia del Otro, entre la repugnancia y la fascinación

  1. Cabría preguntarse cuánta crítica social hay en el aniquilamiento de una familia casi completa narrado en «El hombre» o en la tragedia de ecos edípicos contenida en «La herencia de Matilde Arcángel», cuentos de El Llano en llamas; cuánto en el anciano semidevorado por una feroz piara que aparece en «Kneel to the Rising Sun», el relato de Caldwell; o cuánta en la tétrica exposición de la muerte de Charles Bon, en ¡Absalón, Absalón!, la célebre novela de Faulkner. La realidad de los márgenes campesinos de México y de las tierras sureñas de Estados Unidos es evidentemente más que los actos, como los señalados arriba, con que los tres escritores atestan sus historias. Esta propensión a los contenidos aberrantes revela, sí, capacidad para observar el entorno y capturar artísticamente sus desgarros, pero también una potente fascinación por prácticas y actitudes que siempre han proscrito la razón y la moral occidentales. Así pues, la recurrencia del acto violento sin frenos y otras conductas prohibidas judicial o socialmente, como la promiscuidad femenina y el incesto, puede entenderse como el resultado de las relaciones, tensas pero muy productivas, entre el sujeto letrado y la otredad:

Our contemporary culture in particular exploits our deep ambiguity towards the death instinct, displacing our fearful fascination onto spectacular stories of horror, monstrosity and violence[21].

  1. A la crítica social, pues, debemos agregar el misterio de la otredad, cuya violencia es una de sus manifestaciones más ostensibles.
  2. A pesar de que logra despojarlo de la ropa pintoresca con que había sido ataviado hasta el momento, Rulfo prolonga con sus textos la noción tradicional de campesino, que Octavio Paz recoge en El laberinto de la soledad (1950):

Los campesinos, remotos, ligeramente arcaicos en el vestir y el hablar, parcos, amantes de expresarse en formas y fórmulas tradicionales, ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano. En todas partes representan el elemento más antiguo y secreto de la sociedad. Para todos, excepto para ellos mismos, encarnan lo oculto, lo escondido y que no se entrega sino difícilmente, tesoro, enterrado, espiga que madura en las entrañas terrestres, vieja sabiduría escondida entre los pliegues de la tierra[22].

  1. Este esbozo de perfil es muy revelador no solo porque condensa casi todos los rasgos que históricamente se les ha atribuido a los campesinos, sino también porque Paz deja un apunte primordial para entender mejor las representaciones culturales del hombre de campo: «ejercen siempre una fascinación sobre el hombre urbano». El poeta mexicano no lo dice, pero el perfil que él sintetiza en menos de diez líneas es resultado de una larga tradición mexicana de discursos de índole muy diversa –filosofía, ciencia, arte, política, etcétera– generada y alimentada por la voz del hombre urbano y letrado. Por consecuencia, el protagonista, el campesino mismo, ha quedado reducido a objeto de representación, con el sesgo que ello implica.
  2. Junto a esta naturaleza objetual del hombre de campo, componente ineludible de la tradición de sus representaciones culturales, se sitúa el efecto que suele suscitar el objeto en el sujeto: Octavio Paz lo llama fascinación. Quienes han explorado la historia de la otredad americana, una de cuyas manifestaciones occidentales es el campesino, sostienen que «los hombres salvajes son una invención europea que obedece esencialmente a la naturaleza interna de la cultura occidental[23]». Para la génesis del hombre civilizado de Occidente fue necesaria una escisión primigenia: se privilegió el lado luminoso del ser –entiéndase la razón– y, por ende, se desterró su lado oscuro –entiéndase las formas alternativas a la razón para comprender el mundo y relacionarse con él– hacia los márgenes de la cultura y en muchas ocasiones de los espacios. Como sea, este corte no significó la desaparición del rostro irracional del ser, sino que derivó en la construcción del Otro, que en principio adquirió la forma del monstruo: ¿qué son los centauros, los gigantes, los cíclopes y las amazonas de la mitología griega, si no algunas de las primeras concreciones del ente desterrado[24]? Entidad próxima, demasiado próxima a la animalidad, el Otro fascina al hombre citadino porque la cercanía de sus modos de entender la realidad y sobre todo sus prácticas atenúan, aunque sea un poco, la nostalgia del lado no racional del ser. Fascina, pero también asusta: la figura del Otro «parece a la vez como tentadora y amenazante: tentadora, porque sugiere posibilidades más o menos excluidas de los órdenes propios; amenazante, porque sacude y hace inseguro el propio orden[25]».
  3. Esta ambigüedad se acentúa durante el siglo XX, cuando el efecto de miedo y repulsión que provoca el Otro aparentemente mengua, y la seducción gana terreno. Es el auge del primitivismo, que explica obras como El Llano en llamas, ¡Absalón, Absalón! o La parcela de Dios:

Primitivism as a twentieth-century artistic and intellectual movement is revealing of a European sense of loss: of the sacred, of rituals, of symbolism, of instinct and «natural» sense altogether. These are all connected. European intellectual man realised at that time that he had lost contact with nature and with his own animal nature. Primitivism therefore comes as an artistic and intellectual wave that attempts to retrieve this «natural» sense, the simple, the wild and raw. This has a lot to do with the new interest at the time in the child, the insane and the «savage». The parallel rise of psychoanalysis, anti-rationalism and anti-intellectualism, anthropology and ethnology played a significant role in the shaping of new artistic waves[26].

  1. Artísticamente, la necesidad de recuperar «lo natural», la esencia, se traduce en la búsqueda de perspectivas inusitadas y nuevas formas de codificación estética. En el ámbito literario, no solo quedan en el olvido aquellos narradores todopoderosos, que no ocultan el tamiz a través del cual miran al Otro y que lanzan juicios lapidarios sobre cuanto se aleje de sus parámetros, y no solamente pierden presencia las estructuras rígidas y lineales que constriñen la experiencia espaciotemporal del ser; aparte, adquiere prestigio la apropiación artística de la voz del Otro, que desemboca, a menudo, en la estilización de la expresión oral y en la construcción de un punto de vista que se perciba como mítico, primario.
  2. El talento de Rulfo, Faulkner y Caldwell, favorecido por las continuidades entre la obra y la vida del autor que este mismo fomenta y la crítica acoge gustosa, produjeron una impresión de autenticidad, como si estos escritores hubieran logrado acortar las distancias –culturales, sociales, históricas, políticas, epistemológicas– para abismarse en el Otro. Respecto de Rulfo, así lo plantea Silvia Lorente-Morphy: «Rulfo no ve la realidad a través del lente del mundo civilizado, del mundo “letrado”; él la ve y la muestra directamente sin elaboraciones teóricas, al desnudo, así como la vive en contacto inmediato y profundo con su circunstancia[27]». Luis Harss calca esa lectura: «Rulfo no filtra la realidad a través del lente de los prejuicios civilizados. La muestra directamente, al desnudo[28]». Jean Franco llega exactamente a la misma conclusión: «En Rulfo nunca hay un narrador civilizado observando un pueblo bárbaro[29]». Desde dentro, contacto inmediato, al desnudo, sin elaboraciones teóricas: estas frases pasan por alto consideraciones básicas pero insoslayables, como que los dispositivos narrativos que emplea Juan Rulfo para acercarse al campesino son de tradición letrada occidental, y que ya desde ahí existe un sesgo muy marcado, sin que ello suponga, claro, cuestionar la calidad artística de los resultados. Pues bien, para los críticos mencionados arriba parece existir una correspondencia entre el logro estético y los niveles de asimilación del Otro. Quien más insistentemente ha señalado esta «trampa» es Neil Larsen. Para este crítico, que no haya presencia autoral manifiesta en el discurso literario no significa que el campesino quede liberado de los prejuicios letrados, a los que Rulfo no puede abstraerse, y se exhiba en su «esencia», como han querido ver los hermeneutas nacionalistas:

To read in this supremely rationalizing maneuver an emancipatory release of lengua popular is to mistake the effect for its cause, to read as an autonomous presence what is at base simply the absence of a particular manifestation of authority. But there are no ideological vacuums. That which does not intervene along the horizontal axis of the narrative, that which refrains from overt explanation and rationalization in an imagined preference for the sheer difference and prerationality of what is portrayed —has not this «direct authorial word» simply «retreated» to that strategically superior position from which it is able to determine the horizontal configuration of the text as a whole[30]?

  1. En otras palabras, la creciente sofisticación de los instrumentos de codificación estética no tiene un impacto real, genuinamente transformador, en el conocimiento del Otro. Es cierto que la literatura del jalisciense modificó de manera sustancial la percepción que se tenía del campesino –al menos en ciertos ámbitos–, pero esta modificación, me parece, no debe entenderse necesariamente como un avance en el proceso de discernimiento del hombre de campo, sino como un hallazgo artístico.
  2. Rulfo evita la presencia autoral abierta y autoritariamente intromisoria y les cede su lugar a los campesinos, que por primera vez en la tradición mexicana parecen hablar sin sentirse encorsetados por los valores de un agente ajeno a su mundo. Como sea, la desaparición de la presencia autoral y la articulación de la palabra campesina son fruto de un trabajo escrupuloso con la palabra. Este trabajo es una negociación entre la necesidad de adecuar ciertos materiales a moldes narrativos específicos y la necesidad de construir subjetividades que resulten genuinas. El escritor sayulense renuncia a la ostentación de poder como sujeto letrado; sin embargo, sigue por ahí, parapeteado tras las sombras de la poiesis, desde donde anula cualquier expresión intromisoria, pero también desde donde sigilosamente coloca en primer plano, como señala Larsen, las prácticas que siempre han repelido y embelesado a la tradición ilustrada mexicana: asesinatos a sangre fría, venganzas, parricidios. Se ha argüido, dije antes, que la exhibición de estas prácticas forma parte del programa crítico de El Llano en llamas y Pedro Páramo; con todo, hay que decir que el compromiso de las obras rulfianas es una interpretación que el lector hace a partir del vacío discursivo que dejan, tan claro como estéticamente efectivo.
  3. Por otro lado, se puede argumentar que la exposición de actos atroces responde a una voluntad de conocimiento. Ciertamente, la visión romántica del campesino, cuya tendencia era negar su «rostro salvaje» o justificarlo política, cultural y socialmente, había ofrecido hasta el momento una imagen incompleta. No obstante, es debatible que la estilización de la oralidad, el apartamiento de la voz autoral y el monólogo como modalidad narrativa desemboquen en el hallazgo del núcleo antropológico del campesino –si acaso eso existe–. Como acertadamente cuestiona Neil Larsen, en su afán de no entrometerse, Rulfo siembra silencios que producen un efecto de autenticidad, pero que no es sino otra manera de ratificar la imposibilidad de salvar las distancias que separan al sujeto del objeto de representación. Es decir, con El Llano en llamas y Pedro Páramo, Rulfo preserva el misterio campesino del que habla Paz en El laberinto de la soledad, y en ese misterio, y no en su disipación, se sustenta mucha de la aceptación de la obra rulfiana.
  4. En la construcción de las identidades nacionales, es imprescindible lo que Anthony Smith ha denominado etnohistoria, un pasado más o menos remoto que proporcione «dignidad y autoridad a la comunidad[31]». Por razones históricas, la etnohistoria tiende a ser protagonizada por una manifestación de la otredad, como el indígena o el campesino, es decir, por sujetos a los cuales la nación como entidad abstracta los tiene sin cuidado. Se trata de la gran contradicción de los nacionalismos, sea en su vertiente romántica, sea en su vertiente crítica: eligen como rostro familiar al menos familiar de los rostros. Rulfo, como hemos visto, se hace de nuevas técnicas literarias y nuevos enfoques –provenientes del extranjero– para representar al Otro de tal forma que fructifique en una estampa más cercana y a la vez menos tamizada por valores ajenos a su universo. El resultado es un prodigio de artefacto literario, acaso el culmen de las posibilidades estéticas verbales de su momento, pero también un engaño que contribuye a la impresión de conocimiento del Otro y disimula el complejo proceso de construcción que les subyace a El Llano en llamas y Pedro Páramo.

Conclusiones

  1. La designación del cargo de portabanderas a un grupo específico de artistas permite darles color a los territorios nacionales, definirlos en su especificidad y, por lo tanto, establecer diferencias culturales con respecto a otras comarcas del mundo. Es un requisito ontológico elemental de los Estados-nación incipientes o que se hallan inmersos en un proceso de autorrevisión, como los que surgen después de una crisis económica o una guerra. No obstante, es claro que la utilización del discurso artístico para estos fines –no solamente por el Estado; también por consumidores, medios de comunicación, críticos, comentaristas, etcétera– enturbia la percepción de la obra, lo cual resulta en su empobrecimiento: en la medida en que se vuelve útil para cohesionar las imágenes de una tradición nacional, en esa medida, la obra artística pierde en complejidad. Y lo que es peor: como consecuencia de su querencia por el sentimiento, las esencias y los imperativos del compromiso patrio, los hermeneutas nacionalistas propenden a soslayar, si se quiere inconscientemente, el arduo proceso creativo, que revela contradicciones, «traiciones» a la tradición, hallazgos estéticos, diálogos con referentes culturales de otras latitudes…
  2. El caso de Rulfo es paradigmático, pues sigue suscitando interpretaciones nacionalistas aun a estas alturas: algunos aspectos de su obra, por consecuencia, siguen sin explorarse a profundidad a pesar del caudal crítico que hay sobre Pedro Páramo y El Llano en llamas; es lo que ocurre con sus relaciones intertextuales. Como hemos visto, los vínculos de Rulfo con la literatura sureña de Estados Unidos no se agotan en el aprovechamiento de recursos narrativos de ascendencia vanguardista; aparte de esto, Faulkner y Caldwell proveen a Juan Rulfo de nuevos tonos, perspectivas y sensibilidades para capturar al Otro literariamente. Con enseñanzas extranjeras, pues, el jalisciense consiguió suministrarle a la extensa tradición mexicana de representaciones del campesino un inusitado componente de aparente autenticidad. Quiero subrayar el adjetivo aparente echando mano de las siguientes palabras de Mario Vargas Llosa:

La literatura no describe a los países: los inventa. Tal vez el provinciano Rulfo, que rara vez salió de su tierra, tuviera una experiencia más intensa de México que el cosmopolita Carlos Fuentes, que se mueve en el mundo como por su casa. Pero la obra de Rulfo no es por ello menos artificial y creada que la de aquél, aunque sólo fuera porque los auténticos campesinos de Jalisco no han leído a Faulkner y los de Pedro Páramo y El llano en llamas, sí. Si no fuera así, no hablarían como hablan ni figurarían en construcciones ficticias que deben su consistencia más a una destreza formal y a una aprovechada influencia de autores de muchas lenguas y países que a la idiosincrasia mexicana[32].

  1. Juan Rulfo es un inventor de México, no un descubridor o revelador de su «esencia». Ciertamente se nutre de la percepción del campesino de carne y hueso, pero también de las imágenes que peregrinan por los intrincados caminos de la tradición. Insistir en esto contribuye a exhibir las costuras del gran telar de la nación mexicana, pero a la vez permite aquilatar con mayor justicia el enorme talento de Juan Rulfo como escritor.

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Notas

[1] Doctor en Humanidades por la Universidad de Sonora, institución en la que actualmente se desempeña como profesor-investigador. Sus líneas de investigación son la Revolución mexicana, la literatura mexicana y las relaciones literatura-imagen. Su publicación más reciente es el artículo «Las andanzas de Lilith en la Revolución mexicana: representaciones culturales de la mujer soldado (1911-1915)», en Mitologías hoy, 2018, UAB, 18, pp. 127-150. Contacto: avechucocabrera@gmail.com

[2] Klahn 1992, p. 426; Gordon 1967, p. 198; Lyon 1992, p. 100; Cruz 1998, p. 80; Rosser 1995, p. 326; López 1993, p. 67.

[3] Villoro 1960, p. 131.

[4] Fuentes 1998, p. 111.

[5] Lorente 1998, p. 130.

[6] Perus 2016, pp. 44-45.

[7] Rulfo 1992, p. 873.

[8] Citado en García 2008, p. 86.

[9] Rulfo 2016, p. 103.

[10] García 2008, p. 88.

[11] Las referencias extranjeras de la que más ha escrito la crítica es la literatura nórdica, en especial la de Knut Hamsun, Jens Peter Jacobsen y Selma Lagerlöf, y eso porque Juan Rulfo nunca se cansó de citarlos. Para ahondar en este tema, véase Martínez Borresen 2007.

[12] Perus 2016, p. 22.

[13] Citado en Martin 1992, p. 479.

[14] Olea Franco 2007, p. 19.

[15] Palmer 2006, p. 120: «En un artículo de 1935 del Saturday Review, Glasgom critica los escritos de Faulkner y Caldwell que considera irresponsables, crudos, puerilmente mórbidos, y próximos a unos cuentos de hadas. Según ella, tal práctica escritural borra los límites y es una traición tanto de la tradición realista y del gótico tradicional» (salvo mención en contrario, las traducciones son nuestras).

[16] O’Connor 2007, pp. 51, 52.

[17] Souto 1998, pp. 43-44.

[18] Sommers 1974, p. 20.

[19] Colina 1998, p. 134.

[20] Citado en Palmer 2006, p. 133: «Represento al pueblo. Solo soy como un congresista que requiere una apropiación WPA. Cito hechos, digo lo que hay, lo que existe, lo que esas personas están afrontando.»

[21] Kearney 2003, p. 3: «Nuestra cultura contemporánea explota particularmente nuestra profunda ambigüedad con respecto al instinto de muerte, desplazando nuestra temerosa fascinación en unas espectaculares historias de horror, de monstruosidad y violencia».

[22] Paz 2004, p. 203.

[23] Bartra 1992, p. 13.

[24] Hall 1989, p. 53.

[25] Waldenfels 1999, p. 92.

[26] Buisson 2012, p. 81: «El primitivismo en tanto que movimiento intellectual y artístico del siglo XX es revelador del sentido de la pérdida europeo: de lo sagrado, de los rituales, del simbolismo, del instincto y del sentido “natural” en general. Todos están relacionados. El intelectual europeo realizó entonces que había perdido el contacto con la naturaleza y con su propia naturaleza animal. El primitivismo por lo tanto se presenta como una ola artística e intelectual que pretende rescatar aquel sentido “natural”, lo simple, lo salvaje y bruto. Es tiene mucho que ver con el nuevo interés en la época por el niño, el loco, y el “salvaje”. El ascenso simultáneo del psicoanálisis, del anti-racionalismo y anti-intelectualismo, de la antropología y etnología desempeñó un papel significativo en la definición de las nuevas olas artísticas.»

[27] Lorente 1998, p. 108.

[28] Citado en Martin 1992, p. 502.

[29] Citado en Monsiváis 2003, p. 191.

[30] Larsen 1990, p. 62: «leer en esta maniobra supremadamente racionalizadora una liberación emancipatoria de la lengua popular es confundir el efecto con su causa, leer como una presencia autónoma lo que es básicamente la simple ausencia de una manifestación particular de autoridad. Pero no hay vacíos ideológicos. Lo que no interviene a lo largo del eje horizontal de la narración, lo que se abstiene de explicación abierta y de racionalización en una preferencia imaginada por la simple diferencia y la prerracionalidad de lo que se retrata, ¿no será que esta “palabra autoral directa” simplemente se habrá retirado a esa posición estratégicamente superior a partir de la cual puede determinar la configuración horizontal del texto como un todo?»

[31] Smith 2000, p. 201.

[32] Vargas Llosa 2009.