By | 27 mars 2015
Cecil#1 PDF del artículo
Álvaro Castro Sánchez
Grupo de investigación HUM-536 
Universidad de Cádiz

Resumen: En este trabajo se estudia la relación que mantuvieron dos intelectuales apartados de la vida universitaria en España tras la Guerra Civil: Américo Castro, historiador exiliado en EE. UU., y Xavier Zubiri, filósofo auto-excluido de la Universidad franquista en 1942. En concreto, se apuntan las influencias que por parte de Zubiri ayudaron a Castro en su cuestionamiento de las versiones esencialistas de la Historia de España y su relación se pone de ejemplo de cooperación e intercambio intelectual entre la Historia y la Filosofía.
Palabras clave: Siglo XX, España, franquismo, exilio, Américo Castro, Xavier Zubiri, historia, filosofía

Résumé : Ce travail analyse les relations entretenues entre deux intellectuels écartés de la vie universitaire en Espagne au lendemain de la Guerre civile : Américo Castro, historien exilé aux Etats-Unis et Xavier Zubiri, philosophe auto-exclu de l’université franquiste en 1942. Plus concrètement, sont mises en valeur les influences de X. Zubiri sur Américo Castro qui l’ont aidé dans son questionnement des versiones essencialistes de l’histoire de l’Espagne; leurs rapports est présenté comme un exemple de coopération et d’échange intellectuel entre l’histoire et la philosophie.
Mots-clés :  XXe siècle, Espagne, franquisme, exil, Américo Castro, Xavier Zubiri, histoire, philosophie

Abstract: This paper studies the relationship between two intellectuals ostracized by Spanish University after the Civil War: the historian exiled in the United States, Américo Castro and the philosopher self-excluded form University under Franco’s regime since 1942, Xavier Zubiri. Namely, Zubiri’s big influence on Castro’s questioning of the essentialist versions of Spain’s History. This relationship is a perfect example of cooperation and intellectual dialogue between History and Philosophy.
Keywords: 20th century, Spain, Franco regime, exile, Américo Castro, Xavier Zubiri, history, philosophy

Pour citer cet article : Castro Sánchez, Álvaro, 2015, « Exilio y posibilidad. Las influencias mutuas entre Américo Castro y Xavier Zubiri », Dossier thématique : La Guerre civile espagnole et ses lendemains. Réalités et représentations, coord. par Michel Bœglin, Cahiers d’études des cultures ibériques et latino-américaines – CECIL, no 1, <http://cecil-univ.eu/c1_2/>, mis en ligne le 27/03/2015, consulté le jj/mm/aaaa.

Introducción

Suele haber consenso acerca del «páramo» cultural que representan los años posteriores a la Guerra Civil española[1]. La cuestión de los exilios interiores y exteriores tradicionalmente ha estado enmarcada en la dramática perspectiva de la mutilación o disolución de carreras, espacios y círculos investigadores y académicos, así como de sus redes de comunicación, como consecuencia de la victoria del bando rebelde y la imposición de un (anti)intelectualismo oficial. La victoria del Movimiento Nacional y la política totalitaria de la Nueva España traería consigo una pérdida irrecuperable de capital cultural y el freno a proyectos muy fecundos que florecieron en el periodo republicano. Vidas y carreras truncadas por parte de las autoridades de un Régimen que impuso la represión, el miedo y el silencio sobre cualquier manifestación no acorde ni compatible con la ideología establecida. No obstante, hay que preguntarse, reconociendo lo dicho y teniendo en cuenta los dramas personales de sus protagonistas, que del mismo modo que el páramo cultural de la posguerra alimentó un vergel -si es que en realidad no lo era ya-, hasta qué punto la experiencia del exilio para algunos no pudo llegar a ser, desde el punto de vista intelectual, muy productiva. Del mismo modo que muchos aprovecharon su capital político-guerrero para obtener puestos destacados en el nuevo mundo académico e institucional[2], otros, apartados de sus respectivas cátedras, depurados y situados en circunstancias distintas, tendrán en el exilio una experiencia fundamental para su carrera intelectual. La Guerra Civil española cerró dramáticamente unas posibilidades, pero para algunos, con el tiempo, abrió otras. A su modo, esos fueron los casos del historiador liberal Américo Castro y del filósofo conservador Xavier Zubiri, suegro y yerno respectivamente.

El lugar de Américo Castro (1885-1972) en la historiografía española

La identidad de España es una cuestión antigua y no es exclusiva del monarquismo conservador o la derecha. Son conocidas las preguntas que acerca de la misma se hicieron Ramón y Cajal, Unamuno, Machado u Ortega, y fue una amarga interrogación de la «Generación del 98». A la pregunta «¿Qué es España[3]?» normalmente acompañaba otra acerca de su destino. Y las respuestas sustancialistas fueron las dominantes, es decir, aquellas que suponían una identidad primigenia de España que tenía un origen inmemorial y que había sobrevivido a invasiones, conquistas, a la extranjerización o al peligro «rojo», o las que simplemente pensaron España como un ente abstracto y a los españoles como a un colectivo estático. Un ser desligado de todo estar y evadido de la historia, denunciará Castro.

El primer esencialismo respecto a España fue biologicista y hundió sus raíces en la obsesión por la limpieza de sangre de la Edad Moderna. Entonces se va gestando un arquetipo de lo español que queda identificado con la pureza racial y religiosa del cristiano viejo frente al converso[4]. Durante el Barroco, obras como las de Huarte de San Juán o Baltasar Gracián, los literatos del Siglo de Oro o los libros de viajes del XVII presentarán una caracterización de los españoles cuyos tópicos sublimará el romanticismo folklorista del XIX y los libros escritos por visitantes extranjeros. Como se sabe, es en el siglo XVIII con la llegada de las «luces» cuando se encuentra una intención explícita de construir una identidad nacional ligada al Estado[5]. 1812, la Guerra de Independencia y la posterior Restauración se convertirán en referentes de los futuros patriotismos españoles.

El esencialismo de tipo biologicista se disparó como se sabe en el orbe occidental a finales del siglo XIX con el florecimiento de una biopolítica estatal de tipo intervencionista y la proliferación de los discursos eugenésicos. No obstante, y es también en el siglo XIX, cuando se da paso en España a un esencialismo de tipo metafísico que tuvo como principal representante a Menéndez Pelayo, aunque también otros autores como Ángel Ganivet o el carlista Vázquez de Mella, de gran influencia entre la ultraderecha del primer tercio del siglo XX.

Desde entonces, las distintas generaciones del campo historiográfico español han estado ligadas a las distintas generaciones intelectuales hasta mitad del siglo XX. A la del 98 pertenecerían Altamira, Gómez Moreno o Menéndez Pidal, a la del 14 Castro o Carande, Sánchez-Albornoz se asoció a la del 31 y Lapesa, Domínguez Ortiz, Maravall, Vicens Vives, Jover y Caro Baroja, a la de 1936. Fue la generación del 98 la que enfrentó la cuestión de la identidad nacional desde la historia: la responsabilidad de los desastres nacionales había que buscarlos en la propia historia española y no en su naturaleza racial u origen metafísico, aunque dicha historia se interpretaba con conceptos psicológicos. En el campo historiográfico, los principales referentes de ese punto de vista son R. Altamira y su Psicología del pueblo español (1898), algunas lecturas de la derecha monárquica y primorriverista, y la obra de Menéndez Pidal, que bastante tiempo después, en 1947, publicaba Los españoles en su historia con su célebre teorización de las dos Españas.

Antes de la Guerra Civil, se consigue una importante red de investigación y comunicación intelectual dentro de las ciencias humanas y sociales gracias al institucionista Centro de Estudios Históricos (C.E.H.) de la Junta de Ampliación de Estudios (J.A.E)[6], que concentró a la generación del 14 y será capitaneada en sus mejores años -los de la Segunda República-, por Menéndez Pidal. El C.E.H. desarrolló un intenso trabajo de producción e importación de las corrientes europeas más novedosas, así como de los debates epistemológicos que se concentraban en Francia y Alemania. Menéndez Pidal, de formación positivista, incorporará la perspectiva histórica al análisis lingüístico y literario, apostando por la diacronía, por un estudio histórico de las modalidades de la expresión, convirtiendo a la filología en una herramienta de interpretación histórica. Dentro del C.E.H., será Américo Castro quien impulse la transición desde el positivismo al culturalismo e idealismo alemán al poner el acento sobre la semántica y en la inserción de la obra en la situación o marco de coordenadas de su tiempo. Abrían así la puerta a la futura Historia de las ideas. Este vigoroso y polifacético centro no fue nunca ajeno a la pregunta por el ser histórico de España, más bien fue uno de sus ejes vertebradores. Espacio inter-generacional, con trayectorias vitales e intelectuales diversas, será barrido junto a la J.A.E. y sustituido por el C.S.I.C. a partir de 1939. Menéndez Pidal fue apartado del puesto de primer rango que ocupaba en la vida académica, y sufrió una inspección por masonería que por suerte resultó negativa. La post-guerra lo situará en circunstancias materiales distintas y en un lugar no dominante dentro de las instituciones académicas. Su obra, de influencia fundamental en Castro -y cuyo valor historiográfico fue reconocido por Ortega o Maravall-, no escapaba, sin embargo, a una visión sustancialista de España ni a la eternidad del homo hispanus.

Por su parte, la citada ultraderecha, heredera del pensamiento reaccionario del siglo XIX pero también muy influida por la obra de Spengler y el irracionalismo vitalista, entendía que el catolicismo era la esencia de la nación y promovió una visión de la historia contemporánea de España como efecto de un conflicto que se establece en el siglo XVIII entre la España tradicional y el pensamiento extranjerizante. Por ejemplo, para José Pemartín, intelectual orgánico de la dictadura de Primo de Rivera y posterior filósofo integrista católico, la historia de España la podemos entender como un proceso de nacionalización y desnacionalización. España tiene épocas en las que como sustancia se mantiene viva y unida, y épocas en las que tiende a la disgregación debido a la acción de agentes impuros. Los ciclos históricos están determinados porque los gobernantes hispanos mantengan mayor o menor fidelidad a las esencias nacionales que son la religión, la monarquía y la patria, en clara referencia al carlismo[7]. Esa postura será la habitual en todo el grupo nacional-católico que durante la República conformaba la redacción de Acción Española. En ella, su director Ramiro de Maeztu definirá con precisión el concepto de Hispanidad[8] que se impondrá en el terreno de la lucha simbólica y que será plasmado en los planes educativos dispuestos ya durante la Guerra Civil. Ese concepto servirá de base para la construcción del metarrelato histórico que dará cobertura a los artefactos ideológicos desplegados por el Movimiento Nacional para justificar el Alzamiento, la represión y la posterior dictadura; así como para el proceso masivo de etnificación que llevó a cabo el franquismo.

Pemartín, redactor de la Ley de Reforma de la Enseñanza Media de septiembre de 1938 durante el primer gobierno de Franco, fue uno de los agentes tanto de la depuración directa del profesorado universitario sospechoso de afinidad republicana durante y tras la Guerra Civil, como de la institucionalización y orientación pedagógica de las herencias de Menéndez Pelayo y Maeztu. Así, los manuales de Historia de España utilizados en los colegios de la posguerra fueron redactados bajo aquella visión de la historia española. En los años 1940 la historia nacional estará mayormente representada por A. Ballesteros, monárquico conservador que había sido cesado de su cátedra en la Universidad de Madrid durante la II República. En 1941 publicaba Historia de España y su influencia en la historia universal, cuya visión de la hispanidad encajaba a la perfección con los discursos oficiales y la retórica del Régimen. Poco más que destacar, por lo que la tradición historiográfica de entonces se desarrolló en el exilio y la única excepción de historiador innovador en el interior será J. Vicens Vives, que obtuvo su cátedra universitaria en 1947. Con ciertas afinidades con la dictadura a través de sus alianzas opus-deístas, Vicens Vives representó un punto de vista creativo y rupturista al importar la historiografía socio-económica francesa (Annales), volcándose hacia una historia más histórica y modesta[9].

La cultura oficial en los primeros años de dictadura franquista se encontraba escindida en dos frentes interrelacionados: el falangismo y el integrismo católico. El primero tuvo como órganos de expresión el diario Arriba, la revista Escorial y la Revista de Estudios Políticos, y el segundo grupo se configuró en torno al C.S.I.C.y la revista Arbor. Ambas líneas coincidían con su rechazo de la Ilustración, el socialismo y el liberalismo, así como en su catolicismo, pero mientras que los primeros estaban alimentados por las derivas intelectuales del noventayochismo y el magisterio de Ortega, los más integristas hacían tabla rasa con cualquier atisbo de herencia liberal y pregonaban un Estado supeditado moral e intelectualmente a la Iglesia y un papel fundamental de España en Europa como espada de los valores católicos. Así, hasta 1945, la hegemonía intelectual dentro de la Nueva España se la disputaron falangistas filonazis como Dionisio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo o Javier Conde, tendentes a reconocer la validez de algunas aportaciones de científicos o filósofos liberales del periodo anterior, pronto desencantados y reinventándose ideológica e intelectualmente durante las distintas fases de la dictadura -muchos falangistas con el tiempo transmutan en críticos del Régimen, incluso se convierten al comunismo-, frente a un amplio conjunto de clérigos e ideólogos provenientes del catolicismo social e institucional que acabará imponiéndose en los espacios culturales ocupando puestos dominantes en sus instituciones. Una muestra de dichas divergencias son las posiciones mantenidas por Laín Entralgo y Rafael Calvo Serer en torno a la cuestión de los intelectuales y el pasado inmediato de España. Laín publicó en 1949 un libro titulado España como problema en el que se preguntaba sobre la pertinencia de considerar español lo elaborado intelectualmente en el exilio. Por su parte, para Calvo Serer en su España sin problema tales interrogantes habían quedado zanjados con la Guerra Civil. Se impuso este discurso. Así que en los años 1950 la hegemonía intelectual se disputará entre el nacional-catolicismo que integrará a parte de los antiguos fascistas, y un integrismo católico y tecnócrata representado por el Opus Dei.

En el exilio, y entregados a ahondar en las señas de identidad hispánica, como se sabe, los dos republicanos que protagonizaron la historiografía de la posguerra fueron Sánchez Albornoz y Américo Castro. Este fue el primero en romper claramente con las visiones esencialistas de la historia de España con la obra España en su Historia, publicada en 1948 en Buenos Aires. Para Castro, y a diferencia de toda la tradición referida, no se podía adjudicar la condición de español a quien viviese en la península con anterioridad a la invasión musulmana, de tal modo que Viriato, los romanos, Séneca o los reyes godos, nunca fueron españoles. Tampoco la Dama de Elche ni las Etimologías de san Isidoro de Sevilla fueron hechas por españoles, pues nunca sus autores tuvieron conciencia de serlo: el término «español», de hecho, no aparece hasta el siglo XII en documentos provenzales.

La reacción no se hizo esperar y vino inmediatamente de la mano de Sánchez Albornoz, quien en 1956 también en Buenos Aires publicaba España, un enigma histórico, y que consideró con mucha razón, reduccionista el enfoque histórico y metodológico de Castro. La novedad puntual que incorporaba Castro era ante todo hacer del problema converso un nuevo objeto de estudio y convertirlo a su vez en la clave principal para explicar la historia moderna de España. Para Castro, a comienzos de la época moderna, los cristianos viejos renunciaron a las actividades artísticas e intelectuales, por lo que fueron los conversos, entre otros motivos, los que ocuparon el campo de la literatura, la filosofía o el arte, así que son los verdaderos artífices de la cultura española. A esta tesis pronto contestarán también Caro Baroja desde el campo de la antropología y Domínguez Ortiz desde la historia, que la consideraron excesiva. En cualquier caso, Castro puso de relieve los componentes semíticos y orientales de la cultura española, diferentes por tanto a los basamentos grecolatinos de la europea. Así, se distanciaba también de Ortega y del CEH en general, donde la historia de España tenía que comprenderse dentro de Occidente. Dividió la historia española en nuevos periodos que parten de una Edad Inicial localizada entre los siglos VIII y X. Entonces se forja una sociedad cristiana que no se puede entender sin su relación con los musulmanes y los judíos, que a la vez que se fueron haciendo contra ellos a través de la diferencia, por otra parte, asimilaban elementos del otro, de manera que el judaísmo o el mundo árabe forman parte integral de la personalidad de los españoles. Es durante la Reconquista cuando la personalidad española empieza a forjarse, pero no había ninguna España eterna que se liberaba de la invasión musulmana. No cabía entender a España como sustancia a la que le sobrevienen accidentes: solamente hay España cuando una parte del colectivo popular tiene conciencia de «español».

Elementos del pensamiento de Américo Castro

Américo Castro gozó en su exilio de una posición y un reconocimiento intelectual internacional difícilmente imaginables si hubiese permanecido en España, donde por su trayectoria liberal, su vinculación a Ortega y Unamuno, y sus cargos políticos durante la República se había convertido en uno de los intelectuales exiliados más odiados. En los años cuarenta pasó por las universidades de Madison (Wisconsin) y Austin (Texas) hasta acabar en Princeton. Con 68 años, desde 1954 recibió propuestas de Seattle, New York University y sobre todo, Houston, para trabajar como emérito, con sueldos que alcanzaban los 1.000 dólares al mes, aparte de que era continuamente invitado a conferenciar sobre literatura española en universidades latino-americanas y europeas. Desarrolló así un intenso trabajo, en medio de problemas de salud y viajes continuos, como escritor, articulista y conferenciante. Desde 1956 veraneó muchos años en Mallorca y pasaba siempre algunos días en Madrid con el matrimonio Zubiri, aunque no volvió a España hasta muy avanzada edad (1970), para morir en 1972. Parece ser que siempre mantuvo aquella visión romántica de la patria que compartían muchos exiliados, pero rechazaba abiertamente su régimen político e ideológico: «El país en general está muy mejorado en cuanto a edificaciones -le contaba a un ex-compañero de Princeton en 1958-, jardines, etc., pero la falta de libertad de pensamiento, y la opresión clerical, son siempre los mismos. Prefiero los U.S.A. en ese respecto, como viejo liberal que soy[10]». ¿Cómo se había recibido España en su Historia aquí?. Escasamente se leyó. En un artículo lleno de eufemismo y de trato condescendiente, el catedrático falangista Antonio Tovar, vinculado antes de la guerra al C.E.H., reconocía el valor de Castro a la hora de haber puesto de relieve la inconsciencia histórica de los españoles, pero al paso defendía la fidelidad en cuanto a la creación de una conciencia histórica nacional de las figuras de José Antonio, Ledesma o Giménez Caballero, autores que situaba en continuidad con Menéndez Pelayo, pero también con Menéndez Pidal y ¡Unamuno[11]! La inconsciencia histórica de la que Castro acusaba a los españoles fue superada por la Guerra Civil ya que la situación de 1948 es totalmente fiel al pasado (a las esencias tradicionales). Plegarse al liberalismo era una contradicción por parte de Castro, además de renunciar al estudio de la raza hispana en favor del pueblo que ha sido el más racista de todos, el judío. Pocos años después Castro protagonizaría una polémica en la prensa al criticar la tesis doctoral de J. C. García-Borrón (1955), en la que este había tratado de defender el «hispanismo» de Séneca y al senequismo como parte integrante de una tradición de pensamiento hispánico.

¿Cómo entender el giro copernicano que Américo Castro daba tanto a su trayectoria intelectual como al conjunto de las interpretaciones de la historia de España? Se suele dividir el pensamiento de Castro en dos fases marcadas por la guerra[12]. La segunda se caracterizaría por el desplazamiento hacia Oriente como clave interpretativa, desde la filología a la historia como objeto de investigación, y el cuestionamiento de la «eventografía», de la historia como mera sucesión de hechos. Tal giro se había fraguado durante sus años de exilio. A Castro la guerra le había cogido como embajador en Francia, desde donde huyó a Argentina y desde allí a Estados Unidos a finales de 1937, con su familia desperdigada y en una situación económica penosa. En su exilio, nunca romperá lazos con un nutrido grupo de amigos con los que mantendrá correspondencia, como Pedro Laín Entralgo, Rafael Lapesa, Jorge Guillén o el propio Xavier Zubiri. Lo cierto es que Castro reconoció que fue el exilio lo que le había dado la perspectiva adecuada para darse cuenta del problema, el cual había quedado desapercibido por las inercias de la formación y educación recibidas desde su juventud (su propio habitus, diría Bourdieu), tanto en España como en Alemania, Es más, el enfrentamiento cainita llevado a cabo en la guerra tenía en su raíz el desconocimiento propio de los españoles respecto a su propia historia: ese no querer ver lo que han sido y lo que eran en realidad, cegados ante una historia nacional autocomplaciente a la vez que falsa y paralizante del intelecto, incapaces por tanto de plantearse un proyecto colectivo. Ahí reside la idea castrista e inspirada en el Siglo de Oro del vivir desviviéndose de los españoles, expresión de una conciencia quebradiza que para Castro Ortega y Gasset había desvelado claramente en España invertebrada[13].

Años después de publicar España en su Historia, Castro seguirá señalando el miedo de los españoles a conocer su propia historia:

Desde hace mucho los españoles vienen tratando de escapar a su propia sombra, a la historia cronologizable, que cortaba con la hiriente cuchilla de sus siglos. En aquella bruma prosperaba -con Menéndez Pelayo y sus seguidores- la fantasía de los españoles prehistóricos (en realidad ‘intrahistóricos’), en el fondo un modo de escaparse de la realidad española, condenada a ser desconocida para así purgar el delito de haber existido[14].

Uno de los errores de autocomprensión de los españoles había residido en esa manía de intentar entenderse mirándose en el espejo de Europa, cuando el espejo correcto era otro. Polémicas como la llevada a cabo en el siglo XIX acerca de la ciencia española entre los institucionistas y Menéndez Pelayo carecían de sentido porque partían de presupuestos equivocados : de una visión de España como el alumno malo que se salta las clases europeas ; ambas perspectivas ignoraron la singularidad del pueblo español, el cual, tenía una gran deuda con elementos semíticos (judíos y musulmanes), y precisamente en ellos radicaba las principales aportaciones de España al resto de Europa. Así remaba a contracorriente también respecto a la historia defendida por buena parte del exilio y por algunos hispanistas, como la obra de Marcel Bataillon sobre la repercusión de Erasmo en el Renacimiento español.

Por otra parte, con el señalado giro Castro también se situaba en una nueva perspectiva metodológica. Como se sabe, es rasgo fundamental de su metodología validar la tradición literaria como fuente importante para el historiador frente a los enfoques positivistas que defienden la exclusividad de la labor de archivo. Pero la nueva orientación era más profunda. Plantearse que el sujeto de la Historia no es España como ente abstracto sino los españoles como colectivo le obligaba a definir con precisión un nuevo instrumental conceptual. El nuevo objeto de estudio es ahora la vida colectiva, el nosotros, definido de un modo dinámico y en gestación, proyección continua a través de las posibilidades que va descubriendo.

En un escrito que Castro leyó tempranamente, Zubiri había señalado precisamente que las tradiciones historiográficas derivadas del siglo XIX no habían sabido ver «en el pasar mismo, una radical dimensión del ser del hombre[15]», y habían escindido en la compresión de la historia el ser y el pasar sin comprender que en el caso humano lo segundo es parte esencial de lo primero. No era posible un estudio sincrónico de los acontecimientos históricos. Escrito bajo la sombra de Heidegger, Zubiri aportaba una lectura del trabajo historiográfico y de la actitud general hacia la historia que sin duda dejó calado en su suegro, que la leyó en su exilio norteamericano. Tovar dijo que Castro había heraclitizado los conceptos históricos, y no le faltaba razón. Castro desplazó el objeto de estudio a un sujeto colectivo que había mostrado conciencia de sí mismo a finales del medievo, y que considera siempre de un modo dinámico y abierto, pues es un nosotros en lucha con sus circunstancias. La tesis, como en Menéndez Pidal y el CEH, era castellanista: «El ‘nosotros’ español comenzó como un nosotros castellano, que fue ampliando su radio vital hasta magnificarse como un ‘nosotros’ español”, que se forjaba mediante la exclusión de otros grupos que también vivían en la península con posterioridad a la Reconquista[16]». Ese colectivo presenta un anhelo de realización personal en cuya raíz esta la obsesión por mostrar la honra de cristiano viejo.

Para emprender su estudio no bastaba con un mero análisis literario o de la cultura. Esta era expresión de algo más profundo, una forma de vida típicamente hispánica que Castro entendió como «morada de vida». Este concepto es el espacio humano que abarca ese nosotros colectivo y que se compone de las formas, planes y tendencias que al irse estructurando moldean al mismo tiempo la vida colectiva de la que son expresión[17], posibilitando así la historia subsiguiente de un pueblo determinado. Tiene un carácter de horizonte y es una estructura dinámica. El aspecto vivencial de la morada vital es la vividura, esto es, el modo en el que los hombres viven dentro de los cauces establecidos colectivamente y toman conciencia –o no– de su morada. Así, la morada vital de los españoles se empieza a construir tras el siglo VIII, y «de los planes de vida forjados entonces dependió toda la Historia subsiguiente[18]». Estos dos conceptos se convierten en elementos recurrentes de Castro para acudir al pasado. Hay que señalar, para no acusarlo de establecer nuevas abstracciones y un nuevo esencialismo –acusación más común–, que tanto la morada vital como la vividura «refieren a un ámbito de valoraciones, no son conceptos estáticos[19]». Después señalaremos cómo ambos solamente se pueden entender bien bajo el prisma de la influencia de Zubiri, dejando a un lado, por razones de espacio, las raíces orteguianas del asunto.

Frente a la historiografía alemana en la que Castro se había formado, no concibe entonces a la cultura o las ideas como el sujeto de la historia: la realidad de los hombres se haya en una capa de sentido más profunda sin la cual ni cultura ni ideas se pueden realmente comprender. La reflexión zubiriana cuestionará que dicha capa sea accesible desde el instrumental de las ciencias humanas o en términos positivistas. Tratando de superar las visiones sincrónicas de los sucesos históricos, pero también las posiciones de Ortega, Castro convertía su propuesta en uno de los hitos más interesantes de la reciente historiografía española, hito bajo el cual se situarán otros historiadores y filólogos que recibieron su herencia, como Sicroff o Márquez Villanueva, mayormente en el ámbito del hispanismo norteamericano, aunque el legado de Castro es hoy inexcusable para cualquier historiador. A partir de los sesenta, el despegue del campo historiográfico español abandonará por irrelevante el problema de la identidad de España, que se desplazará a los nacionalismos periféricos.

Xavier Zubiri, ¿exilio interior?

El ex-sacerdote y filósofo donostiarra Xavier Zubiri pasó la mayor parte de la Guerra Civil en París. Allí, sabiendo de los crímenes que en la zona republicana se estaban cometiendo contra el clero y movido por su familia, declaró tímidamente su adhesión, como también haría Ortega, al bando rebelde. Al regresar a Madrid al final de la guerra sin embargo se va a ver privado de su cátedra por diferentes motivos: viejas tensiones con el obispado derivadas de su regreso al estado laical, y de su matrimonio con Carmen Castro, hija del famoso intelectual liberal[20]. El ministro Ibáñez Martín accede a concederle una cátedra en Barcelona, pero en 1942 Zubiri se autoexcluirá para siempre del mundo universitario, debido sobre todo a su carácter poco sumiso a las formalidades e imposiciones simbólicas del Régimen, así como a la íntima necesidad de un espacio propio y apartado en el que desarrollar su proyecto creador, aparte de estar cerca de un amor secreto residente en Madrid. La experiencia del exilio interior, carente del más mínimo reconocimiento institucional y académico a pesar de ser el filósofo español, junto a Ortega, más brillante del momento (alguien que había estudiado no solamente con Ortega, Rey Pastor o García Morente, sino que había tratado en sus respectivos países a Bergson, Wundt, Einstein, Schröendiger, Heisenberg, Curie o Heidegger) y la estrechez económica de aquellos primeros años -solventada con los giros postales de su suegro- le posibilitó sin embargo gran autonomía creativa, un creciente nivel de capital simbólico -en términos de reconocimiento y prestigio intelectual- y un espacio de divulgación filosófica difícilmente accesible en los estrechos márgenes del mutilado, corrupto y represivo campo académico franquista de las dos primeras décadas de dictadura. Como se sabe, tras su abandono de la cátedra de Barcelona en 1942 y su regreso a Madrid, Zubiri gozó de la fidelidad del sector más laico y pro-germánico de Falange, representado entonces por su amigo y antiguo alumno Pedro Laín Entralgo, junto a Serrano Suñer o Javier Conde, los cuales habían fundado la revista Escorial. En esta Zubiri publicó una serie de artículos que junto a sus reuniones iniciáticas le llevaron a convertirse en el guía intelectual de dicho grupo, que como antes se dijo, no renunciaba a ciertas herencias de antes de la Guerra. Esa «primera generación de Falange» con inquietudes intelectuales, que había heredado el magisterio de Ortega, decidida a preservar el legado de José Antonio y apartada pronto de los planes de Franco -privada por tanto de puestos claros de poder a la hora de manejar resortes institucionales y académicos importantes-, quiso encontrar puntos de enlace entre su proyecto ideológico y el pensamiento de Zubiri[21]. Son ellos además los que conseguirán, gracias a la gestiones con Juan Lladó del Banco Urquijo, que Zubiri comience en 1945 sus cursos privados en los locales de la Unión y el Fénix, lugar que se convierte en un espacio de referencia del mundo intelectual madrileño. Los cursos de Zubiri llegan a ser un acontecimiento mundano que gira en torno a una voz sagrada y que se prolonga durante décadas; fue un acto propio de la vida cultural madrileña que cualquier familia acomodada con pretensiones de popularidad debía tener en cuenta. Curiosamente, el críptico contenido de los cursos y la popularmente frenética manera de exponerlos por parte del filósofo vasco estaban muy lejos de ser entendidos por la mayoría de los asistentes, donde se contaban filósofos, estudiantes de todas las ramas, ministros, personajes de la cultura popular madrileña y hasta toreros. Hay mucha anécdota al respecto.

Al contrario de lo que encontraban en Ortega, los falangistas del círculo de Laín tuvieron en Zubiri a un cristiano profundo. Las citas a Zubiri en los textos de estos intelectuales joseantonianos son habituales. Javier Conde reconocerá el mérito de Zubiri al superar el historicismo mediante la introducción del concepto de posibilidad. Otro que se unirá en el aprecio fue el joven sociólogo Gómez Arboleya. Como ha estudiado J. L. Moreno Pestaña, las lecciones de Zubiri tuvieron gran repercusión en el ámbito de las ciencias sociales, que se reconfigura como campo académico durante aquellos años. En concreto, sus cursos mostraban, desde 1945, dos ideas clave que en realidad continuaban una línea abierta por Ortega y Gasset muchos años antes: que la ciencia entendida como lo hace el positivismo no accede al conocimiento total de la verdad de la realidad física ni humana, y que esta solamente es accesible mediante un pensamiento de lo cualitativo, propio de la filosofía. Con ello y mediante su influencia en figuras como Aranguren o Ibáñez, Zubiri incluso allanaba el terreno para la importación de las orientaciones sociológicas francesas que se realizará en los años 1950 y 60, así como la epistemología que le acompañaba[22]. Hay pendiente un estudio pormenorizado que evalúe de qué modo Zubiri influyó también en el campo de la historia (a sus cursos acudieron gente como Maravall o Tamames). Por ejemplo, es claro que lo hizo en Laín en su polémica con Marías sobre el método de las generaciones[23], pero también hay que preguntarse hasta qué punto lo hizo en un exiliado repudiado por el Régimen, como era Américo Castro[24].

Saber filosófico y saber histórico en Naturaleza, Historia, Dios

Es sabido que uno de los rasgos más importantes de la trayectoria filosófica de Zubiri[25] desde los tiempos de sus doctorados a comienzos de los años 1920 fue la basta formación que adquirió en ciencias formales y naturales. Mientras que Ortega trataba de acercar filosofía y ciencias sociales, otro de sus maestros, Heidegger, renunciaba a las ciencias en favor de la poesía y el atrincheramiento filosófico. El distanciamiento de Zubiri respecto a un Ortega acusado por la mayoría de filósofo mundano durante los años 1940, no lo acercaba por ello a Heidegger. Zubiri trataría de superar tanto las concepciones tradicionales de la historia que arrancan en el siglo XIX, pero también a Heidegger, evitando el cuestionable historicismo de Ortega. Para Zubiri la realidad es una estructura dinámica y abierta[26], y lo histórico es una estructura fundamental del ser humano. Es por ello que hay que entender previamente que la reflexión de Zubiri no sólo se sitúa en un «horizonte» pos-griego y pos-cristiano[27], sino también pos-moderno.

En su primer y tardío libro, el filósofo vasco realiza una serie de geniales reflexiones sobre la cuestión de la historia. Para Zubiri, la historia no es una simple ciencia que se ocupe del pasado, pues la historicidad es una dimensión del hombre[28]. Eso significa que del mismo modo que las ciencias empíricas no agotan, por su propia constitución y objeto, el conocimiento de la realidad, la historia no puede entenderse únicamente desde la ciencia histórica. Ahí encuentra su papel la filosofía, que no excluye a la ciencia. Si filosofía y ciencia se necesitan para explicar la Realidad; Filosofía e Historia también para explicar el pasado.

El principal problema de la Historia es que trata sobre algo que no existe. El siglo XIX según Zubiri ha hecho que domine una consideración del pasado en el que este no se pierde, sino que se conserva. Es cierto que «nada de lo que una vez fue se pierde por completo», pero hay que diferenciar entre distintas maneras de entender la conservación del pasado en el presente. En el siglo XIX dicha cuestión estuvo marcada por la teoría de la evolución y por la idea de dialéctica. En la primera, el espíritu es algo que va evolucionando, creciendo con el paso del tiempo; mientras que en la dialéctica el pasado actúa como generador del presente. Así que en ambos casos el pasado se entiende como piedra que sostiene el presente. Estas concepciones solamente pueden ser posibles si se piensa además que de algún modo el presente está siempre virtualmente contenido en el pasado y el futuro en el presente.

Para Zubiri, la historia se compone de las cosas y actos que el hombre hace, pero también se compone y teje de lo que el hombre no hace. Es entonces cuando aparece el concepto de «posibilidad»: hay tiempos en los que el hombre no puede hacer algo sin más (volar, beber Fanta, «sentirse flex»…), pero en otros tiempos ese no poder hacer algo se ha transformado en la posibilidad de sí poder hacerlo. No es la simple realidad de los actos humanos, sino que la historia conlleva la cuestión de la interna posibilidad de los mismos:

Este ha sido todo el mérito del siglo XIX: la historia no se limita a sustituir una realidad por otra, porque la realidad, sea ella cual fuere, es siempre “emergente”: emerge de un previo poder. En el hacer histórico no solamente se da el acto en que se hace, sino el poder con que se hace: “El presente no es simplemente lo que el hombre hace, sino lo que puede hacer[29].

En conclusión, es cierto que somos nuestro pasado, pero no bajo la forma de una pervivencia arcaica que conduce a la nostalgia de los tiempos heroicos y a las concepciones esencialistas de la historia. Es justamente al contrario, «somos el pasado, porque ya no somos realmente la realidad que el pasado fue en su hora. Somos el pasado, porque somos el conjunto de posibilidades de ser que nos otorgó al pasar de la realidad a la no realidad[30]». Así, la historia humana no es una mera sucesión de hechos o acontecimientos relacionados causalmente.

En el texto comentado, Zubiri muestra con claridad la distancia de los modelos biológicos como base explicativa de los procesos históricos. Esta cuestión le llevaba a tomar posición, de manera implícita y no declarada, respecto al problema de las generaciones abierto por Ortega y discutido en los años 1940 por Laín y Marías. Esto será de nuevo abordado por Zubiri mucho más adelante y con mayor exactitud en su curso «La dimensión histórica del ser humano», aunque guarda coherencia con sus posiciones anteriores. En el fondo, era una ruptura con Dilthey y sus herederos, y Castro fue uno.

La Historia es un movimiento procesual que de entrada se debe a un proceso de transmisión genética, sin el cual no habría historia: «la historia no arranca de no sé qué estructuras transcendentales del espíritu. La historia existe-por, arranca-de y aboca-en una estructura biogenética[31]». Pero a dicho proceso de transmisión genética le falta el momento de realidad, en el uso habitual que Zubiri le daba a este concepto central de su filosofía. Como animal de realidades, el hombre no está instalado en la vida simplemente por dicho proceso bio-genético. Es cierto que este le ha dotado de una inteligencia en virtud de la cual se enfrentará con la realidad, pero tendrá que hacerse cargo de la misma a través de las opciones que se le presenten. Todo optar conlleva una afirmación respecto al todo de lo real, y no consiste en otra cosa la vida humana -en ir optando, en definitiva, en un tomar decisiones que ni las ciencias naturales, ni las sociales, pueden explicar por sí mismas-. Así que mientras que por un lado el hombre recibe una serie de caracteres psico-orgánicos, por otro, su vida queda abierta a distintas formas de estar en la realidad, algo que normalmente también le van a marcar sus progenitores. La historia no es otra cosa que las distintas formas de estar en la realidad, formas que son optativas, idea que remite directamente al concepto de morada vital acuñado años antes por Castro. Aún antes de la presentación de ese concepto, en el prólogo a España en su Historia, ya había dicho que el objeto historiable no era España como unidad sustancial, sino la forma hispánica de existir, esto es, el vivir y existir de los que se sintieron españoles bajo las opciones que se les presentaron desde la Edad Media[32]. La «entrega» de modos de estar en la realidad por parte de los progenitores es lo que se llama tradición[33], y en eso consiste precisamente el proceso histórico para Zubiri (tradición de formas de estar en la realidad). Así, son las posibilidades, y no los meros sucesos históricos, las instancias con las que hacemos la vida los seres humanos, «como recursos de los cuales disponemos justamente para hacer nuestra personalidad[34]».

Conclusiones abiertas. La historia como apropiación de posibilidades

En una carta de 1964, Zubiri agradece a Américo Castro el hecho de que incorpore algunas ideas suyas y las aplique a su concepción de la historia y sus pretensiones metodológicas. En concreto, le habla del concepto de «posibilidad». Además, remarcaba la cuestión de la influencia entre los distintos pueblos:

lo que los demás nos dan (y ‘nos’ es tanto el individuo como una sociedad) es un conjunto de posibilidades, cada una de las cuales puede ser asumida en el sujeto, en el ‘nos’, justamente en cuanto meras posibilidades. Incluso cuando hay transmisión, ‘contagio’ diríamos, lo transmitido lo es como una posibilidad que yo tengo que hacer mía. Ahora bien, hacer mía una posibilidad consiste en darle sentido desde mí mismo, desde mis propias posibilidades y desde el sentido que éstas tienen para mí. De suerte que entonces ya no se trata de mera transmisión de ‘cosas’ ni de mero contagio, sino de una verdadera creación de posibilidades desde mí mismo. Aun lo tomado de los demás puede ser, y lo es en la generalidad de las cosas, algo revivido desde mí mismo con un sentido diferente al que tenía en los demás[35].

En Zubiri la cuestión de la posibilidad va unida a la de la libertad, condición ontológica del ser del hombre. Situado ante las cosas, estas no nos son ofrecidas como mera patencia en su entidad física, sino como instancias que plantean problemas, como posibilidades que permiten obrar; no como nuda realidad, sino como «cosas-sentido» (este ordenador que tecleo es una cosa real, pero también una posibilidad que me permite escribir y dar sentido a este momento). Como se ha visto, la realidad de los actos humanos no emerge sin más de las potencias de su naturaleza, sino de las posibilidades de las que dispone históricamente. Estas posibilidades constituyen el presente[36]. Ese concepto zubiriano de «posibilidad», heredado pero retraducido de la filosofía existencial orteguiana y heideggeriana por parte del filósofo vasco, es la base del concepto de vividura como discurrir en el horizonte de posibilidades e imposibilidades de un pueblo determinado cuando este toma conciencia de su situación y se hace cargo, o no, de la misma. La «posibilidad» se entiende como un tipo de poder distinto al de potencia o facultad. La persona tiene que optar ante las distintas posibilidades. Cuando se opta por una posibilidad, la apropiación de la misma se incorpora a las potencias y facultades, naturalizándose en ellas y traduciéndose en nuevas capacidades. Por ello, la historia es «formalmente proceso de posibilitación tradente de modos de estar en la realidad[37]», o lo que es lo mismo, «capacitación para formas de estar en la realidad». En tanto que las personas con sus capacidades acceden a posibilidades, las cuales se apropian cambiando así las capacidades, abriéndose un nuevo abanico de posibilidades, la historia presenta su proceso bajo un carácter cíclico (ciclo capacidad-posibilidad-capacitación) que no necesariamente debe porqué rendirse a-críticamente a la idea de progreso, pues hay tiempos en los que la incapacitación puede llegar a ser casi absoluta. Esta es una de las brechas que conectaron a Zubiri con la Teología de la Liberación.

Dado a leer poca historia y poca literatura, está claro que un desarrollo de este estudio debería de abordar hasta qué punto no fue Castro quien influyó y condicionó la filosofía de Zubiri. También queda pendiente la cuestión de cómo además se situaban respecto a Ortega.

Zubiri fue un perfeccionista nato, lo cual explica sus dificultades continuas para presentar sus trabajos a imprenta, y Castro tampoco dejó nunca de perfilar y enfrentar sus propias posiciones. Por una parte, fue consciente de que corría el riesgo de postular un nuevo esencialismo y determinismo histórico. Sus textos parecían presentar una nueva concepción de los españoles como un pueblo limitado por un horizonte que le imposibilitó optar por los caminos del pensamiento y la ciencia. Y esto les llevó a la opción por una vida de acción y forjada sobre la fe y la superstición, hecho que los distinguió de los europeos. Así, la vividura de los españoles se podía convertir en una nueva «naturaleza» o esencia de lo español, visión fija que elimina otras posibilidades y opciones de interpretación. No en vano, esa es la dirección de la crítica posterior de los historiadores, a pesar de que el propio Castro trató de evitar que de su obra se hiciese esa lectura, y lo hizo tempranamente. Ya en 1949 había indicado que el vivir humano es siempre creación imprevisible e incalculable. De nuevo de acuerdo con Zubiri, el motor de la historia no era otro que la libertad humana[38]. Tras la publicación y divulgación de Sobre la esencia (1962), Castro se interesa aún más por la filosofía de su yerno, a quien le pregunta por la idea de sustantividad[39], en clara muestra de su preocupación por caer en visiones estáticas de la historia, tal y como Zubiri había sido acusado en aquella obra respecto a su metafísica -y que soluciona prestamente en las conferencias que tuvieron por título Estructura dinámica de la realidad (1968)-.

La existencia de redes intelectuales, obras de referencia y proyectos creadores que durante los años cuarenta situaban a algunos españoles, claramente, al mismo nivel de cualquier país occidental -la polémica de Laín y Marías, obras como Naturaleza, Historia, Dios de Zubiri o La idea de principio en Leibniz de Ortega son muestra incontestable de ello- obliga a abandonar ciertas habitudes y prejuicios historiográficos que hacen un solar sin interés de la producción filosófica española de posguerra; y lo mismo cabría decir del conjunto de las ciencias sociales. Que el Régimen de Franco hiciese una política totalitaria en lo cultural a través del control social y dejando la educación en manos de una caterva de clérigos reaccionarios no implicó que el campo cultural e intelectual no actuase a su modo. No se puede sincronizar control estatal y eclesiástico de las instituciones académicas con campo intelectual del interior/exterior, así como tampoco hacer de la condición de exiliado algo que determine para siempre la vida de sus protagonistas, haciéndolos vivir ajenos a los debates interiores del país de origen e hipotecados intelectualmente a su pasado. Las trayectorias vitales son demasiado diversas como para hacer del «exilio» una condición igual a todos los que lo sufren.

Concluyendo

Por último, hoy la derrota de Castro y Zubiri es obvia. Filósofos e historiadores se leen poco y mal mutuamente. Para la mayoría de los historiadores la alternativa construida por Castro desembocaba en una interpretación a-histórica y determinista de los españoles, entendidos ahora bajo una nueva estructura fija. Sin embargo, todo buen historiador sabe que hay que distinguir siempre entre representación y realidad. Y la realidad en este caso se halla en la significación de unos conceptos que siempre estuvieron en elaboración y que remiten a una concepción de la historia bajo formas dinámicas y abiertas: quizá habría que leer a los historiadores protagonistas de las polémicas y menos a sus intérpretes. Así, se ha leído a Castro como algunos quieren leer los hechos pasados bajo el fetichismo del documento: de manera sincrónica, lo cual por sí mismo, es epistemológicamente absurdo en historia. Los filósofos, por su parte, se permiten escribir auténticos mamotretos de teoría hermenéutica, epistemología y «teorías de la verdad» sin haber olido nunca el polvo de un legajo documental, ignorando la historia crítica y bajo un desconocimiento casi total de las destrezas procedimentales de las ciencias sociales y naturales. Por otra parte, el actual trabajo sobre Zubiri en muchos casos se limita a la paráfrasis, al comentario de texto sin un contexto que no pase de un simple anecdotario y a la adoración acrítica de un autor convertido en vaca sagrada, algo que el gran filósofo vasco nunca hizo respecto a sus maestros ni respecto a la historia de la filosofía, ni de la ciencia.

Estemos de acuerdo o no con sus posiciones teóricas y metodológicas, estudiar el exilio de Castro y Zubiri es una invitación a la hibridación entre el trabajo de historiador, el filológico y el de filósofo. Si para el orteguismo el exiliado presentaba un pensamiento náufrago, Zubiri y Castro tras superar los problemas de la guerra se hallaron lejos del aislamiento, la pobreza intelectual y la soledad que otros seguirían reproduciendo. Hay islas y modos de exiliarse en ellas de los que muchos no son conscientes.

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Notes

[1] María Ruiz Ortiz, Antonio González y Manuel Peña hicieron sugerencias en distintos momentos de elaboración de este texto. Gracias a José Luis Moreno Pestaña por corregir el borrador definitivo y realizar indicaciones importantes en diferentes puntos del mismo.

[2] Moreno 2013, pp. 45-83.

[3] Ortega y Gasset 2001, p. 168.

[4] García 2011, p. 87.

[5] Álvarez–Junco 2006.

[6] López-Ocón 2007, pp. 59-76.

[7] Pemartín 1929, pp. 25-44.

[8] Maeztu 2005.

[9] García 2011, p. 96.

[10] Marino 1989, pp. 121-196.

[11] Tovar 1948, pp. 212-228.

[12] Araya 1983.

[13] Castro 1983, pp. 19-46.

[14] Castro 1965, pp. 21-22.

[15] Zubiri 1974, p. 318.

[16] Castro 1965, p. 65 (Publicado originalmente en Revista de Occidente, 1964). En el año 1968 Zubiri habla del nosotros como unidad que se forma mediante la convivencia entre personas. La convivencia es la base de la sociedad, la cual no es mero agregado de individuos, sino una estructura que se reproduce mediante habitudes que son fruto, entre otras cosas, del «estar afectados por los otros en tanto que otros», Zubiri 1989, pp. 254-256.

[17] Castro 1965, p. 214.

[18] Castro 1983, p. 13.

[19] Castro, 1965, pp. 215- 216.

[20] Corominas, Vicens 2006, pp. 311-344.

[21] Corominas, Vicens 2006, p. 513.

[22] Moreno 2008, pp. 31-52.

[23] Moreno 2013, pp. 85-126.

[24] El único trabajo que hemos encontrado donde se aborda esta cuestión es Pulido 2009, 23-38. Un mérito de este texto es haber abordado la correspondencia entre Zubiri y Castro.

[25] Gracia 1986, pp. 23-117.

[26] Zubiri 1989, pp. 11-67.

[27] Gracia 1986, p. 15.

[28] Zubiri 1974, p. 109.

[29] Zubiri 1974, p. 20. En 1968 dirá que el hombre es una fluencia: «Y una fluencia en la que no puede ser nunca el mismo sino justamente no siendo nunca lo mismo», Zubiri 1989, p. 249.

[30] Zubiri 1974, p. 331.

[31] Zubiri 2006, pp. 114-116.

[32] Castro 1983, p. 46.

[33] Zubiri 2006, p. 117.

[34] Zubiri 1989, pp. 248-249.

[35] Carta de Xavier Zubiri a Américo Castro (Madrid, 6/4/1964). Caja 28, carpeta 3. Fundación Xavier Zubiri. Citada en Pulido 2009, p. 36.

[36] Zubiri 1974, p. 327.

[37] Zubiri 2006, p. 155.

[38] Pulido 2009, p. 38.

[39] Corominas, Vicens 2006, p. 630.